Todos los santos. Para el calendario litúrgico de los católicos, hay un día que se celebra la santidad a la cual estamos todas y todos llamados. Una santidad que se contempla compartida y colectiva. La totalidad, la unidad, la unicidad. La totalidad porque no hay exclusión. La unidad porque unifica, hermana, reúne. La unicidad porque reconoce que cada persona es única.
Esta es la santidad a la cual nos convoca y nos invita Dios. Una santidad para que estemos todas y todos, reunidos y en igualdad, reconociendo la historia y las particularidades de cada ser, porque todas y todos somos imagen de Dios. En cada ser Dios ha vertido su imaginación.
Esta santidad, esta plenitud de la existencia, esta eclosión de mi particularidad, sólo puede consumarse si soy feliz. Si digo a Dios: gracias por hacerme y ser en mí. Y si me digo a mí: estoy bien y soy bien. Porque estoy en Dios y Dios es en mí. Somos el uno o la una para el Todo.
Celebrar la santidad del género humano nos abre al misterio de que existimos, pudiendo no haber existido, porque se han dado millones de confluencias para que nuestro padre y nuestra madre nos hayan podido engendrar. Porque ante cualquier diminuta variación en el camino, generaciones atrás, podríamos simplemente no estar aquí. Por eso, la santidad tiene que ver con la gratitud y con la gratuidad. Estamos aquí sin pedirlo.
Esta santidad traspasada por la consciencia, que se traduce en gratitud, nos invita a ser universales: uni (uno) vers (hacia) ales (otros). Yo volcado hacia los demás. La santidad es apertura, empatía, sintonía, receptividad. Las valoraciones morales de cada época que puedan sobreponerse a “la santidad”, son el accidente. La sustancia es la alegría de existir tal y como uno es.
Atrevámonos a experimentar esa santidad y a que esta se manifieste en nuestras vidas libremente.
Javier Bustamante