¡Cuántas veces aparentamos ser de una forma determinada para ganar la aceptación de los demás!
Desde pequeños vamos grabando en nuestro ser un modelo de persona ideal al cual intentamos parecernos, aún a costa de no ser felices. Este ideal se alimenta de aquellas actitudes que se ganan la confianza de los padres, que nos hacen sentirnos superiores a nuestros hermanos, que nos destacan en la escuela y en tantos otros ámbitos, que nos brindan la aceptación de los amigos.
Con el paso de los años, esta imagen de persona ideal que vamos construyendo se sigue inflando, haciéndose cada vez más artificial. La distancia entre el que queremos ser y el que “quizás somos” en realidad, es tan grande que nos volvemos unos desconocidos hasta para nosotros mismos. No sabemos porqué somos como somos ni porqué hacemos lo que hacemos.
En la antigüedad y en diferentes culturas, los místicos y pensadores ya nos sugerían la vía del “conócete a ti mismo” o la búsqueda de la verdadera identidad, para ir salvando esa distancia que se abre en nosotros. Y el lugar por excelencia para ese encuentro es el interior de la persona. Como respuesta a esa preocupación que nos viene de antaño, actualmente continúan habiendo numerosos métodos de autoconocimiento, de exploración del yo, de profundización en las relaciones que nos rodean para comprendernos a nosotros mismos.
El evangelio de Mateo, en su capítulo 6, recoge varias enseñanzas de Jesús que pueden ayudarnos a reconciliar nuestro ser fragmentado. Las palabras de Jesús retratan una serie de cosas que preocupaban a las personas de aquella época y que, en el fondo, más que hacerlas felices y acercarlas a Dios, las alejaban. Sin duda, son preocupaciones que acompañan a los seres humanos de todos los tiempos.
Ese pasaje del evangelio comienza diciendo: “Guárdense de las buenas acciones hechas a la vista de todos, a fin de que todos las aprecien”. Ayunar, dar limosna, orar… son acciones que pueden tener un origen de bondad y ayudan a crecer a la persona, pero que cuando se hacen por apariencia pierden su valor y van vaciándonos. Jesús nos recomienda hacer todo esto de manera discreta y más que nada para acrecentar nuestra relación con Dios. En realidad, cuando hacemos las cosas porque nos surgen del corazón, no necesitamos que los demás nos vean y nos coloquen en un pedestal.
Otras de las preocupaciones que Jesús nos quiere ayudar a aligerar son las que se refieren a los bienes materiales. Acumular riquezas hace que estas se pudran y pierdan su valor de servicio, además de que nos ata a cuidarlas para que nadie nos las quite. A veces pasa lo mismo con nuestra reputación: trabajamos por generar una apariencia ante los demás y guardamos la compostura necesaria temiendo que nos la quiten. Al final quedamos presos de la máscara que nos hemos moldeado y esta apariencia, como los bienes materiales acumulados, no nos hace bien a nosotros ni a los demás.
Una enseñanza más que nos regala Jesús es la que el evangelio formula así: “¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede añadir algo a su estatura?” Ese gran Amigo que es Jesús conoce la complejidad humana y sabe de la gran preocupación que a veces tenemos por “ser más”. Y muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de que “estamos siendo”, existimos. Estamos invitados, pues, a ir descubriendo cada uno su propia naturaleza, despojándonos de tantos añadidos que hemos acumulado voluntaria e involuntariamente. Jesús nos invita a ser y dejar de “aparentar ser”, ¡qué gran liberación!