En la Historia los hechos “positivos” y los “negativos” están mezclados y, unos a otros, se posibilitan, dependen de sí para existir generando más existencia. Esos hechos pasados son autores de nuestros días, nos agraden o no.
Continuamos en esta sección de Historia haciendo una re-relectura del libro 22 Historias clínicas –progresivas– de realismo existencial (Edimurtra: Barcelona, 1985). Esta relectura es en clave histórica, buscando y descubriendo consecuencias que sean aplicables a la comprensión del devenir. En esta entrega nos fijamos en la Historia número 8, la de Graciela. El autor del libro, Alfredo Rubio de Castarlenas, conoce a la protagonista a sus 35 años. Ella es investigadora del departamento de Historia, soltera y de un carácter “difícil, hiriente, mordaz”. Quienes la conocen la eluden por su temperamento y siempre se la ve sola. Ella es crítica con todo.
Después de una conversación que solo evidencia su carácter y lo inmutable de su posición ante la vida, el autor reflexiona: “Hemos de aceptar a todos (…) ¿Acaso no son consecuencia ineludible del mismo pasado gracias al cual existo? Aceptar a todos como son, ¡como sean! Si no, ¿cómo me voy a aceptar a mí que también, ¡tantas veces!, me soy otro? Y desagradablemente otro. O peor: inevitablemente uno mismo”.
En esta frase que he traído del libro hay una palabra que está marcada en cursiva en el original: otro. Es una de las claves de esta historia. Y, ¿qué nos lleva a pensar? Pues que la historia de los otros también es mi historia. Si no acepto la historia de los otros, tampoco puedo aceptar mi propia historia. Mi biografía no se escribe sola, todas y todos somos personajes de otras biografías. Los contemporáneos provenimos de un pasado común, con todos sus matices visibles e invisibles.
Y, como también apunta este entrecomillado, a veces podemos ser unos otros desagradables. O, inevitablemente, uno mismo, sin opción a cambio –ni devolución–.
En la Historia, con mayúscula, se da esto también. Las comunidades, los pueblos, las naciones, no son islas flotantes sin conexión entre sí. No. La historia de cada grupo humano está impregnada de la historia de sus vecinos. Y, lo que es más: está impregnada de la historia del conjunto de la humanidad, por más lejana que pueda parecer una comunidad de otra. Tarde o temprano los hilos del tapiz mundial se van entrelazando.
Aceptar los acontecimientos desagradables, desgarradores, aberrantes, de los otros pueblos, nos ayuda a aceptar los nuestros. Y viceversa: trabajar por la propia memoria histórica, esclarecer aquellas heridas que aún no han sanado a nivel colectivo, tener ante los ojos “las diferentes verdades” y darles un trato resiliente, nos hace sensibles a los acontecimientos indeseables de los otros pueblos.
A fin de cuentas, todos somos seres humanos y es más lo que nos asemeja que lo que nos diferencia. También nos parecemos mucho a la hora de cometer atrocidades. La Historia es buena maestra en este aspecto. Imperios, dictaduras, guerras mundiales y guerras civiles, violaciones de derechos humanos, injusta distribución de la riqueza tanto entre países como al interior de ellos, racismo, clasismo, sexismo (y todos los ismos). Aceptar que como especie compartimos estas características de ADN antropológico y que, de alguna manera, lo vamos reproduciendo, es un primer y gran paso para relacionarnos de forma diferente con el pasado y, por tanto, con el presente. Y, como consecuencia, también para cambiar nuestras relaciones con el otro.
En una parte de la conversación de Graciela con Alfredo, ella le dice: “¿Acepta mis impertinencias?”. A lo que él contesta: “Son verdades”. Graciela va más allá: “¡Precisamente por eso se lo pregunto! ¡La gente acepta, en cambio, tan fácilmente las mentiras!”. Aunque duela la verdad en la Historia, aunque sea impertinente, libera y a la larga reconcilia.