El artista, la artista, es una persona en éxodo, en el sentido hondo de la palabra. Para los griegos, ex quiere decir “de” y hodós, “camino”. Un ser “de camino” o que está en camino, es alguien que sale de sí, de su hogar, de su centro, para colocarse en actitud de búsqueda. La realidad como horizonte y como camino inédito.
Muchas razones puntuales pueden motivar esta salida, pero hay siempre un denominador común que es la vocación. Es decir, esa llamada interior que en algunas ocasiones se va postergando, pero que en otras se vuelve imperante hasta desembocar en la creación artística: en la razón de vivir no para sí, sino para los demás. La persona que crea siempre se está vaciando las manos y, en ellas, el ser. Vaciamiento que no culmina en vacío total, sino que es regeneración constante.
Haciendo memoria sobre tiempos recientes, esta “salida de sí” se ha encarnado y se sigue encarnando en algunos países como consecuencia del confinamiento vivido por el Covid19. Muchas y muchos artistas salen a sus balcones, ventanas y redes sociales para compartir el fruto de su trabajo. Artistas de disciplinas escénicas, plásticas, literarias… que responden al llamado de volcar hacia el exterior aquello que nace y crece en el interior de cada uno.
Este éxodo no tiene como fin una tierra por descubrir o habitar, sino el corazón de tantas otras personas que viven a la intemperie del confinamiento y la incertidumbre. La misma intemperie que asola a las y los artistas. Salir al balcón es exponer ahí el alma, habitar el espacio compartido por una fachada, un patio interior, un jardín. Darse.
Darse: no dar cualquier cosa, sino dar a sí misma, a sí mismo. El ciclo lo completa quien tiene la generosidad de acoger a ese que se da. De esta manera, la persona que acoge forma parte también del éxodo: sale de sí invitada a ser camino, se deja andar por el artista.
En este siglo XXI de tantas paradojas y complejidades, los nuevos balcones son digitales. Las ventanas a las cuales sale el artista son pantallas de cristal donde la exposición es mayor, donde el arte ya no es efímero, sino que deja huella y viaja por todo el planeta. Quiéralo el artista o no. Para bien o para mal…
En su éxodo digital, el artista emprende el camino, da el primer paso, pero el eco de sus huellas ya no le pertenece. Suyo puede ser el aliento original, pero el movimiento que genera esa brisa puede desvanecerse rápida y casi anónimamente o, bien, desatar huracanes inesperados o no deseados por su autor.
No obstante la incertidumbre que genera este presente y, aún más, el futuro, quien se dedica a crear no puede dejar de hacerlo. No debe dejar de hacerlo. Con más razón ahora que parece caer más control sobre todo lo que se comparte a través de los diferentes canales de difusión o en los distintos espacios públicos, virtuales o presenciales. Quien produce obras de arte debe tener claridad desde dónde las produce y hacia dónde van dirigidas, al menos como planteamiento original. Después ya tendrán vida propia y corren el riesgo de ser manipuladas. Pero eso no debe frenar el entusiasmo creador.
Desde mi sentir, ahora más que nunca la creación artística ha de apelar a la libertad de la persona y a la felicidad auténtica. Una libertad realista, resiliente y constructora. Una felicidad solidaria, sanadora y humildeante.