Cuando nos abrimos verdaderamente al silencio comenzamos a percibir que realmente somos una unidad. Estamos conformados por una cantidad de materia perfectamente organizada, delimitada y orgánicamente funcional. La cual es animada por reacciones electroquímicas que obedecen a cierta información que emiten centros neuronales… Y todo esto avanzando en el tiempo, irrumpiendo en aquello que llamamos duración.
Somos seres inscritos en el espacio y en el tiempo. Sujetos a unos límites de volumen y peso que alcanzarán una duración limitada. La conciencia de estas coordenadas vitales nos abren a la percepción de una tercera fuerza o ímpetu, la de la trascendencia. Los seres humanos, conscientes de nuestros límites, vamos más allá de ellos y percibimos que podemos desplazarnos y dejar huella. Huella que muchas veces perdura más que nuestra existencia o que es capaz de llegar más lejos que nosotros en el espacio.
Recogernos en el silencio, tomar consciencia de la unidad que somos a nivel físico, intelectual y emocional, nos arroja mucha información sobre nosotros mismos y la realidad que nos envuelve. Estos datos, sobretodo en los primeros momentos, son racionales. Intentan ordenar y explicar lo que nos acontece. Después, si vamos progresando en la escucha silente, la mente deja de insistir en poner palabras a todo y podemos percibir desde otros lugares. El cuerpo, si está relajado, va aportando información sobre cómo está plantado en la vida.
Las sensaciones, entonces, deambulan por nuestro ser. Cansancio, serenidad, rabia, tristeza, alegría, turbación. Un algo, como si fuera una energía que cambia de colores, nos alerta de estados de ánimo que se van quedando asilados en el cuerpo y que necesitan expresarse, salir a la superficie.
Dejemos que se sucedan. Son yo también, cada una de esas sensaciones cohabitan en mí. Cuando algún evento de la vida las provoca, surgen y se cogen a las palabras, a las ideas, a las imágenes que más les facilitan su cauce y explotan. Entonces la alegría se despierta ante una buena noticia o un éxito. La serenidad por efecto de un color o una ausencia de dolor físico. La rabia a causa del contacto con una persona con la que no se establece una buena relación. El miedo se alerta cuando me cruzo con mis límites ante algunas situaciones.
Silencio. Silencio. Silencio.
El silencio no es mutismo ni indiferencia ante lo que nos sobreviene. El silencio es una escucha atenta, fiel, respetuosa. Cuando estemos solos y podamos crear en nuestro interior condiciones de silencio, irán apareciendo esas sensaciones que nos conforman. No tengamos prisa en echarlas fuera si no son placenteras. Dejémoslas hablar a ellas, no pongamos nuestras palabras de entrada. No queramos explicárnoslas sin haber hecho el esfuerzo de ponerles un poco de atención.
Después sí, si aparecen las palabras que quieren ponerle nombre a todo veamos qué dicen. Pero no sin antes dejar que sea desde lo más profundo que surjan esos sentimientos, para que las palabras que los acompañen sean las más fieles y podamos, pues, estar más cerca de nuestra propia realidad.
De esta forma, el cuerpo, la mente y el espíritu estarán más conformes y acturán en coherencia.