Dejar todo y seguir a Dios no quiere decir quedarse sin nada, al contrario, es captar con el corazón que Dios está en todo. No se trata de dejar lo que tengo y lo que soy, sino de ver a Dios en eso que tengo y que soy. Seguirle es poner lo que tengo y lo que soy en sintonía con Dios.
Para ello es muy importante detenerme a escuchar qué hay en mi corazón. Quién soy para mí y para los demás. De qué dispongo, tanto a nivel de talentos, como de bienes materiales que puedan ayudarme a crecer y a hacer crecer lo que haya a mi alrededor.
Según relata Marcos en su evangelio, Jesús dice: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros». Aquí hay toda una cátedra de justicia social.
El verbo “dejar” es clave: dejar no es abandonar. Dejar, en este contexto es liberar, poner a disposición. Antes de estas palabras, en la narración de Marcos se hablaba de la posesividad, tanto de las riquezas como de las personas. La familia y los bienes materiales no han de ser lugares o relaciones de posesión. Sino ámbitos de crecimiento común.
Por eso, dejar un padre o una madre o unos hermanos, para asumir al conjunto de la humanidad como familia, nos hace comprender la riqueza del vínculo con el otro. Vínculo que no encierra, sino que abre. Implica, no un abandono, sino una entrega. A quien hay que dejar es a uno o una misma: dejarse en cada persona que uno conoce, librarse, entregarse.
Esa frase tan impactante de “los primeros serán últimos y los últimos primeros” posee un gran dinamismo. Los de delante atrás y los de detrás adelante. Dinamismo que no es para nada estático, porque a lo largo de la vida vamos cambiando todo el tiempo de lugar, hasta hacernos nuestro propio lugar en el corazón de Dios y de los demás.
La ultimidad que se deriva de este planteamiento no es más que adquirir perspectiva con respecto a quién soy y dónde estoy. Si me sé colocar al último, puedo contemplar el todo y sus partes. Puedo ver que no hace falta ser “el primero” en nada. Si soy, ya soy. Y si me entrego tal y como soy a Dios en los demás y a los demás en Dios, ya vivo el Cielo aquí.
Javier Bustamante