Hace pocos días terminé de leer el libro Proceso inquisitorial del cacique de Tetzcoco (reeditado en México, en 2009, por el 53º Congreso Internacional de Americanistas). Un libro que recoge todo el proceso que la Inquisición mexicana siguió en 1539 contra Chichimecatecuhtli, gobernante de Texcoco, ahora barrio de la Ciudad de México. En el proceso se acusaba a este cacique de no haber abandonado su antigua religión, entre otros cargos, y acabó en la hoguera, a manera de castigo ejemplar para incidir en que otras y otros mexicanos de aquella época no cayeran en las mismas prácticas.
Este proceso fue hallado en el Archivo General de la Nación (México) por el primer cronista de la Ciudad de México, Luis González Obregón (1865-1938), y publicado en 1910. En el siglo XVI no había una sola inquisición en México, sino varias. La oficial la ejercía el Santo Oficio con autorización de la corona española, pero de manera paralela, algunas órdenes religiosas y obispos también actuaban de manera represora ante la resistencia de los pobladores originarios.
Cuando uno recorre los documentos que han sobrevivido a aquellos procesos, con tristeza constata cómo muchas veces las instituciones traicionan aquello que en teoría representan. En este caso, una religión cuya base es un Evangelio basado en el amor, la libertad y la defensa de los más marginados de la sociedad.
A ojos de ahora es fácil juzgar lo que se llamó la evangelización de América y caer en generalizaciones. Sin duda, hubieron excepciones que intentaron reconocer la diversidad y el respeto por las creencias y costumbres de aquellas personas que habitaban las tierras americanas desde hacía generaciones. Sin embargo, la tendencia general fue la imposición de una nueva cultura con su propia religión, política, costumbres y demás instituciones que esta dominación conlleva.
Conquistas de unos pueblos hacia otros ha habido desde que el ser humano más o menos camina sobre la tierra y pretende poner título de propiedad a los bienes materiales y a las personas. Pero, con el paso de los siglos, este proceder ha ido mostrando distintas aristas y se ha ido puliendo. Seguro es que en pleno siglo XXI vivimos muchos tipos de dominaciones muy sutiles y consentidas.
El caso, para la presente reflexión, es que coincidió que terminé de leer este proceso inquisitorial con la lectura de la “historia 13” del libro 22 historias clínicas de realismo existencial (Edimurtra: Barcelona, 1985). Es el libro que nos ha ido acompañando desde hace un tiempo en esta sección de Historia. En este “caso clínico” su autor, Alfredo Rubio de Castarlenas, nos comparte una conversación con Carlos, un profesor de Historia y filosofía de las religiones, quien, además resulta ser agnóstico. Carlos, aunque declara no creer en un dios, es un gran defensor de la libertad religiosa.
No me parece casual que coincidan en el tiempo la lectura de un proceso inquisitorial donde, precisamente, se ve amenazada la libertad religiosa de unos pueblos determinados, con la historia de Carlos. Creo que una lectura dialoga con la otra y se iluminan mutuamente.
A lo largo de la Historia vemos cómo se cometen atrocidades en nombre de ideales, de teorías, de modelos económicos, políticos y hasta religiosos. Argumentando que unos son superiores y se sienten autorizados a sustituir a los otros eliminándolos. Sin embargo, las personas presentes somos fruto también de esas atrocidades, sin ellas no existiríamos porque las sociedades se habrían conformado de manera diferente originando otras personas. Nosotras y nosotros, no.
De ahí la validez de las palabras de Carlos, cuando dice que “abrazar una fe sin libertad no sirve para nada”. Ya que “no sólo se tiene derecho de creer y de hablar, sino de vivir de acuerdo con lo que uno cree y habla”. Esta congruencia entre lo que decimos que somos y el derecho a vivir como decimos que somos, nos genera una gran responsabilidad presente.
Si giramos nuestros ojos al pasado, podemos ver cómo en muchos capítulos de la Historia las personas morían sin poder vivir de acuerdo con sus convicciones. Incluso en el presente, en muchos lugares del mundo aún se coarta la libertad como se hizo en el siglo XVI. Quizás con métodos más sutiles o en nombre del progreso o para defender a la mayoría. Pero esta coerción de las libertades fundamentales sigue siendo una realidad.
El viejo slogan de “mi libertad comienza donde acaba la tuya”, cada día tiene menos peso. La libertad es un bien común, inherente a cada ser vivo y que se ha de sostener de manera co-responsable. No se trata de mí libertad, sino de nuestra libertad. Y esta libertad también lo es de creer en la Trascendencia de una manera plural y respetada.