Mariam, una joven sencilla, de campo, prometida con José para contraer nupcias bajo los rituales judíos del siglo I, un día siente la presencia de un ángel. Este mensajero de Dios le anuncia que será madre y aún no está casada. ¡Es un regalo de Dios!
Mariam acepta ese regalo, a pesar de que le puede traer problemas porque podría ser incluso rechazada por José, por su familia y por la sociedad de su tiempo. Pero ella cree en esa presencia y en que el Espíritu Santo está actuando si ella dice sí.
A partir de ahí su vida cambia, pasa de llamarse Mariam a llamarse María. Y también cambia la vida de José, quien también se fía del Ángel del Señor y de la acción del Espíritu Santo. Y también cambia la vida de la humanidad por la trascendencia del mensaje que representa Jesús, el Hijo de Dios, a través de María y José.
Jesús nace del sí de dos personas: María y José. Una pareja sencilla, trabajadores del pueblo, cuya fe es resultado de la confianza en Dios y la apertura a la realidad que se va presentando. Tras de las narraciones del nacimiento de Jesús y la huída a Egipto, volvemos a saber de ellos años después, cuando Jesús se pierde en una peregrinación a Jerusalén y lo encuentran en el templo hablando con los entendidos. A partir de ahí no se vuelve a mencionar a José y se da por supuesto que muere.
María continúa acompañando a Jesús y aparece citada muy pocas veces en los evangelios. Pero destacan dos por su contraste. Una es cuando, con los hermanos de Jesús van a buscarlo. Jesús está predicando y es difícil acceder a él, entonces uno de sus discípulos le dice que le busca su familia, a lo que Jesús responde que su familia son esas personas que en ese momento lo rodean y quieren saber de las cosas de Dios y seguirlo en ese camino.
Pareciera que hubiera rechazado hablar con su madre y hermanos, pero quizás quería poner el énfasis ante los que le escuchaban de que hay lazos más fuertes que los familiares y que son los que nos hacen hermanas y hermanos ante Dios. De esta manera la jerarquía patriarcal pierde su fuerza para dejar paso a una fraternidad más igualitaria.
Como contrapunto a esta cuestión de los lazos familiares, podemos situarnos en el momento del Gólgota. Están al pie de la cruz María la madre de Jesús, María de Cleofás, María Magdalena y el discípulo estimado. Cuando Jesús está a punto de expirar le dice a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Y a este discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y el evangelio señala que desde entonces el discípulo la acogió en su casa.
La familia de Jesús eran aquellas personas que estaban al pie de la cruz, siguiendo el camino que les une con el Padre. Aquellas mujeres, el discípulo estimado, José de Arimatea que ayuda a sepultarlo y tantas personas que se sienten iguales ante Dios y que van tejiendo sus biografías alrededor de Jesús, son esa familia humana que nos invita a formar, donde todas y todos son iguales. Cada una de estas personas, al igual que José y María, han ido dando su “sí” a Dios, seguramente movidos por una fe que inspira el Espíritu Santo y que muchas veces no puede explicarse con razones humanas.
La cuestión ahora es, ¿cómo vinculamos la Pasión y la Pascua de Jesús con nuestras vidas? Los evangelios son un texto vivo porque no son libros históricos en el sentido de que narren hechos del pasado, sino que nos hablan de cuestiones siempre presentes. En este sentido, ¿cómo encarnar la propuesta de Jesús de vivirnos como una familia de iguales, donde cada persona tenemos nuestro lugar singular?
Más que una raza o una especie, los seres humanos podremos comprendernos mejor si nos concebimos como familia.