Esta es una entrega más de la serie de artículos que venimos haciendo sobre una reflexión de la Historia a partir del libro 22 historias clínicas –progresivas– de realismo existencial, del doctor Alfredo Rubio de Castarlenas (Edimurtra: Barcelona, 1985). Los capítulos del libro son historias reales de personas que aportan aspectos antropológicos del pensamiento llamado realismo existencial.
En esta ocasión nos centraremos en la historia siete, la de Mario. Un chico de 19 años que vive siempre al límite, exponiendo su vida de muchas formas para conseguir la sensación de que es autor de sí mismo y no le debe su existencia a nadie. En este caso no es el doctor Rubio quien saca la consecuencia final, sino que es el propio Mario quien al concluir el capítulo reflexiona: la madre y el padre traen a la vida personas que no son las que desean o las que imaginan, sino que son las que son, con sus características concretas. Las expectativas generadas no coinciden con la persona real, tal y como es. Este “no estar contentos” de los padres para con sus hijos es asumido por los hijos e hijas y ellos tampoco están contentos consigo ni con los padres ni con su propia existencia.
La conclusión que pone sobre la mesa Mario es contundente. Tanto que deja perplejo al autor del libro. Esta evidencia de aceptación gozosa de la realidad o no, puesta en los labios de un joven, nos expone el porqué de las brechas generacionales, no tanto a nivel de tecnología, moda, maneras de hacer… sino una brecha que es más honda, una brecha ontológica. Abismos del ser que separan a personas cuyos lazos biológicos son irrenunciables.
Vamos a lo nuestro. La Historia, pues, es una sucesión de relevos. Relevos generacionales que no son exactamente como una “carrera de relevos”, donde el que va delante y el que va detrás sincronizan a la perfección sus pasos veloces y se pasan la estafeta con un arte tal que ésta no cae al suelo y no se pierde ningún segundo en ese acto.
Los relevos generacionales en la Historia son difusos y, con frecuencia, confusos. En un margen de tiempo coinciden dos y tres generaciones cuya brecha, como hemos visto, en ocasiones es abismal. El hecho de que sean coterráneas y contemporáneas no quiere decir que coincidan en maneras de concebir el mundo, de relacionarse con las personas, de valorar los recursos, de gestionar las emociones…
Esta situación recuerda aquel cuento donde llevan a cinco ciegos a tocar un elefante. Cada uno es colocado ante una parte diferente de ese elefante. Al final se les pide que expliquen qué es para ellos un elefante. Las respuestas no se parecen en nada: cada quien estuvo en contacto con una parte diferente del elefante y para cada quien esa parte era todo el elefante.
Igual nos pasa a las personas. Según el aspecto de la vida con el cual nos relacionamos, eso es la vida para nosotros. Existe un dicho: “cada quien habla de la feria según le va en ella”. Totalizamos una experiencia que, en realidad, es parcial y hacemos de ella nuestra manera de estar en la vida.
Pues, ante realidades sociales tan cambiantes como las que vivimos en este siglo XXI, cada persona genera un acercamiento propio y una cosmovisión particular cada vez más plural. Visión, más o menos compartida por grupos de edades o culturalmente cercanos, estén de acuerdo o no con el tipo de realidad que “les tocó vivir”, pero llena de matices.
Esta polifonía de maneras de ser es una riqueza innegable. Pero, qué pasa cuando vivimos esto como una acumulación de monólogos existenciales que no son capaces de devenir en diálogos. Todos los ismos y las fobias afloran. Nadie está contento con la existencia de nadie porque la otra persona no es como yo quiero que sea. Yo misma, yo mismo, no soy como quiero ser. La Historia es una sucesión de tragedias e injusticias que debiera ser borrada y comenzar de cero, sin referentes. Y es que, nosotros mismos nos vivimos como los hijos no deseados de la Historia. Somos los destructores del planeta.
Aquí es donde quería llegar.
¿Cómo reconciliarnos con la Historia, además de nuestra historia concreta? ¿Cómo sentirnos los hijos “amados” de esa Historia? No los ideales, los que vendrán a enderezar los caminos, a resarcir todos las injusticias, a anular los males del pasado. ¿Cómo?
No hay manera: somos los que somos y como somos. Si no, no seríamos. No estaríamos leyendo ni escribiendo estas palabras.
Pero, ¿qué hacemos con nuestra Historia, con mayúscula? ¿Qué hago yo con la parte de identidad personal que tiene que ver con las condicionantes históricas que me acompañarán toda la vida? Sí, yo soy ese: nacido de una cultura conquistada hace siglos, fruto del mestizaje, con unas glorias que en buena parte son folclóricas y en otra son el feliz resultado de la lucha por la sobrevivencia. También soy hijo de todo lo que no quiero: explotación, crímenes, anulación de la persona, falta de libertad, estigmatización. No vengo de la Historia que yo escribiría para mí y tampoco hay salida de ello. El pasado no se puede borrar.
Y esa Historia (si literariamente le asignamos una personalidad) tampoco tiene los hijos que hubiera soñado o deseado. No la pueden librar de la mala madre que ha sido ni la halagan en sus viejas glorias. Somos los hijos no amados de nuestra propia Historia.
Y, ¿qué podemos hacer para reconciliarnos con nuestra Historia? Mucho: lo primero conocerla y reconocerla. Conocer la Historia, pero no como una colección de nombres y datos, sino como el fruto de las relaciones y decisiones de personas sintientes, pensantes y en muchas ocasiones no libres en su actuar, condicionadas por el momento que les tocó vivir. Conocer la Historia para reconocerla. Sí: reconocer que hoy en día somos y actuamos de manera muy similar a nuestros antepasados. Los que vengan en unos años nos juzgarán igual que podemos juzgar a los que nos han precedido.
Como dijera Federico Mayor Zaragoza: “La Historia es para ser descrita, no para ser re-escrita”.
Creo yo que la diferencia puede hacerla una palabra clave, que es mucho más que una palabra: libertad. La cuestión es cómo podemos liberar a la Historia, al pasado, a la generación de mi padre y mi madre, de mis abuelas y abuelos, de todos los reproches, juicios morales y falsas expectativas que recaen sobre ellos. Y, a su vez, cómo sentirme libre de todas las condicionantes del pasado si, lo más importante: yo no había nacido y no soy responsable ni causa de todo lo ocurrido antes de mi engendramiento o de mi toma de consciencia de que soy un ser vivo cuyas acciones repercuten en su entorno.
Liberemos, pues, a la Historia de nuestra mirada inquisidora y liberémonos de una Historia condicionadora. Reconozcamos nuestros límites como seres sociales e históricos y como colectivos que comparten antecedentes comunes, a la vez que van tejiendo precedentes para las generaciones futuras.