Quien va descubriendo cómo estar en soledad y en silencio, también se va adiestrando para estar en compañía y abre sus sentidos para dar y recibir. Este descubrimiento paulatino nos hace personas porosas ante la realidad. El poro comunica el afuera con el adentro de una manera orgánica, logrando la “homeostasis”, el equilibrio interior/exterior.
Pero, para abrir nuestros poros hace falta voluntad de hacerlo, un querer estar abiertos a la vida, una atención. Y también es necesario, además de voluntad, un aprendizaje, un camino que parte de lo conocido a lo desconocido.
Es un camino que, de entrada, pareciera interior, pero que en realidad se establece en todas direcciones y en ninguna en concreto. Porque muchas veces este camino pasa por aprender a estar en uno mismo, en una misma. La distancia más larga y más ardua –dicen– muchas veces es la que nos lleva a nuestro propio corazón.
Con la idea de “camino interior” corremos el riesgo de separar el afuera y el adentro, lo visible de lo invisible, el más allá del más acá. Esto, más que crear armonía, produce disociación.
El camino a emprender necesita de todos nuestros sentidos: corporales y espirituales. Necesita contemplar lo que percibimos como nuestro interior desde nuestro exterior y viceversa. Hasta conseguir disolver las barreras que se han levantado en nuestra persona desde el momento en que comenzamos a “socializar”. Así, poco a poco y a escala humana, vamos consiguiendo esa porosidad que nos permite concebirnos “uno” con la realidad.
Hemos comenzado esta reflexión utilizando el término descubrimiento. Y, sí, se descubre aquello que antes ha quedado cubierto. La dimensión soledosa y silente es parte de la condición humana. Dimensión que el tipo de sociedad a la que pertenecemos va sepultando por muchos motivos y que se hace necesario des-velar.
Descubrir esta dimensión nos ayuda a contemplar cómo lo visible es hábitat de lo invisible. Es su posibilidad. No podemos hacer referencia a cosas invisibles, intangibles o espirituales si estas no tienen su anclaje en lo visible, en lo material, en lo carnal.
Para que haya soledad y silencio se requiere de un cuerpo, con su sensibilidad y su inteligencia, donde pueda encarnarse y respirar. La palabra, el gesto, el sonido se sostienen del silencio. De igual manera que el silencio o los silencios transpiran en las “emisiones de sentido” que generamos los seres vivos a través de nuestra corporalidad.
La soledad es el punto de origen de cualquier relación. De la calidad de soledad que seamos capaces de cultivar, se desprenden las calidades de relaciones que podemos emprender con lo que nos rodea. Así nos relacionemos con una piedra, un pájaro o la persona que más amamos.
El descubrimiento de la soledad y el silencio en mí es un hallazgo y una elección intransferible. Así como también es un regalo que, siendo recibido de forma personal, extiende su beneficio al ámbito social.