Hay, dentro del Evangelio de Mateo, un pasaje en que Jesús les habla a sus discípulos con un tono apocalíptico. Es el momento en que les dice: “Cuando el Hijo del hombre vendrá lleno de gloria (…) dirá a los de su derecha: venid benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino que Él os tenía preparado desde la creación de este mundo. Porque tenía hambre y me distéis de comer; tenía sed y me distéis de beber…” (Mt 25,31-46).
Apocalipsis quiere decir “revelación”. Él les hace unas revelaciones tremendas que, para mí, están relacionadas directamente con las bienaventuranzas. Se completa así toda una propuesta de cambio de vida y un seguimiento de Jesús basado en salir de sí mismo para encontrarse con el otro en su situación existencial, pero desde el amor.
Cuando en las bienaventuranzas Jesús dice a estos mismos discípulos que ahora les habla apocalíticamente: “Felices los que tienen hambre y sed de ser justos: Dios los saciará”, o “Felices los perseguidos por el hecho de ser justos: de ellos es el Reino del Cielo”, Jesús marca una propuesta de vida concreta donde se encarna el Amor de Dios. Ahora, nuevamente, les revela que el Cielo es de aquellas y aquellos que tuvieron entrañas para dar pan al que tenía hambre o fueron a visitar al prisionero, entre otras obras de misericordia.
Pero lo que tiene más valor de estas revelaciones es el hecho de que aquellas personas a las que llama a su lado han obrado sin ningún interés, ni siquiera de ganarse la Gloria: ellas ya viven en el Cielo: el Reino que Dios ha preparado desde la creación del mundo.
Esta actitud me recuerda aquel soneto anónimo dedicado a Cristo crucificado, datado en el s.XVI, el cual nos habla poéticamente de un amor desinteresado por Dios.
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor. Múeveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas, y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Jesús nos invita todo el tiempo a ser unos para los otros. Esto es el Amor: romper el egocentrismo para salir al encuentro con la realidad, con todos los seres que son imagen de Dios y camino para aprender a amar desde la gratuidad.
Jesús, a menudo se presenta como el Hijo del hombre, de la humanidad. Este Hijo nuestro es un mendigo de amor que nos invita a aceptar nuestra frágil singularidad. Y, desde esta condición, ofrecernos sin miedo.