Cuál es nuestro “credo”

En una ocasión –nos narra Lucas (Lc 4, 16-30)– Jesús se encontraba en Nazaret, en la tierra donde se había criado. Estando allá fue a la Sinagoga. Se levantó y se puso a leer. Dos verbos importantes: levantarse, es decir, salir de sí mismo, de la postración, de la pasividad de estar sentado. Y el segundo, leer, o sea, hacer uso de la palabra, encarnar las escrituras.

El evangelio dice que le pasan a Jesús el libro de Isaías para leerlo y encuentra un pasaje determinado. Pero, si lo encuentra, es posible que lo estaba buscando. Con este pasaje se declara ungido por el Espíritu Santo y enviado de Dios. Hace una proclamación de sus razones de vivir y de su atención especial hacia los pobres, los que carecen de libertad, los que no ven claro su presente ni su futuro, los que sufren las injusticias. Y, además, declara el año de gracia, o sea, una especie de Jubileo donde haya perdón y reconciliación.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

En aquel lugar, su tierra, su casa, Jesús hace público su “credo”, la manifestación en público de sus convicciones y señala cómo quiere llevarlas a cabo. Todo esto acogiéndose a las palabras proféticas de Isaías.

Sería bueno que cada una y cada uno de nosotros, en algún momento de su vida, pudiéramos elaborar un “credo” a partir de nuestra fe, de nuestras capacidades y limitaciones, de nuestra cultura. Sí, una carta de principios personales que emane del fondo de nuestra alma y que tenga como horizonte el bien común, el prójimo, nuestro pueblo, nuestro planeta. Y que, a partir de esta manifestación de convicciones, realmente nos sintamos ungidas y ungidos por el Espíritu y lanzarnos a vivir como creemos. Este “credo” es un sí a Dios y a la vida que nos ha tocado vivir. 

En la sinagoga se maravillaron de que Jesús se declarara un profeta a la altura de Isaías, a pesar de ser el hijo de un obrero del pueblo. Pero seguramente Jesús ya los conocía y sabía que no eran sinceros, que sólo querían obras, prodigios vistosos y no una verdadera conversión de corazón. Y la consecuencia de decir lo que pensaba fue el rechazo y la expulsión de su propia tierra. Ya desde aquel momento se vuelve un personaje incómodo que quería trabajar por un equilibrio en la sociedad. No era, de ninguna manera, el mesías que deseaba el pueblo para liberarlo de la opresión romana. 

Jesús, en aquel momento y asistido por el Espíritu Santo, se mostró quién era. Podríamos preguntarnos, ¿quién soy para mí mismo, para las demás personas, para Dios? ¿Vivo para cumplir las expectativas ajenas o para ser coherentemente con lo que creo? ¿En qué creo? Cuestionémonos de corazón y pongámonos en la presencia del Espíritu Santo para responder con honestidad y realismo y lanzarnos a vivir con coherencia.

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