Si uno busca referencias sobre la pobreza en cualquier medio de comunicación, esta desvela, casi siempre, connotaciones negativas: índices de pobreza, catalogación de países en base a ella, problemas sociales asociados, causas de la pobreza.
Sin embargo, esta connotación puede tambalearse si uno tiene la oportunidad de conocer alguno de los países considerados “pobres”. O, sin ir más lejos, algún barrio de los llamados marginados, donde habita esa pobreza de la que nos hablan los medios.
Asociamos a pobreza muchos factores negativos que, cuando se está cerca de ella, no los tiene. Aquella persona a quien las cifras llaman pobre tiene rostro, nombre e historia. Cuando convertimos el adjetivo en sustantivo anulamos al individuo.
Hay personas e, incluso culturas, que saben vivir con pocos recursos y entablan con el medio ambiente una relación equilibrada. A ojos de la economía mundial pueden pasar por pobres. Sin embargo, no se sienten pobres. Tienen lo necesario y viven con ello. Incluso, viven más alegres y libres que los considerados ricos.
Somos diferentes. La diferencia existe entre las personas, entre los pueblos, entre las culturas. El problema se expresa cuando la diferencia se convierte en desigualdad y desemboca en un menor o nulo acceso a los recursos necesarios para vivir. La desigualdad rompe con el equilibrio y la convivencia de los seres vivos, generando ventajas y desventajas.
Quisiera proponer una nueva acepción entre las definiciones de pobre. Pobre no es aquel que no tiene, sino aquel que da y recibe.
Es pobre, porque no acumula privando a otros: incluso se da a sí mismo si es necesario. Desde esta perspectiva, el pobre no acumula bienes que no va a necesitar a lo largo de su vida. Y, de lo que tiene, da.
Al no tener más de lo necesario, tampoco se gasta energías en cuidarlo, ni se vive con desconfianza. Aquí cobran especial importancia los bienes comunes. Un pobre quizás no posee muchos libros, sin embargo hay bibliotecas públicas con miles de ejemplares. Posiblemente, tampoco tendrá un jardín en casa, pero qué mejor jardín que los espacios naturales o los jardines públicos, a los cuales sólo hay que cuidar con una actitud de respeto.
La pobreza puede llegar a convertirse en una actitud personal e, incluso, en un rasgo cultural compartido. Muchos pobres juntos –en el sentido de la palabra que venimos usando- pueden generar una riqueza enorme. Personas que no acumulan más de lo necesario, sino que dan. Y no sólo bienes materiales. También se puede dar tiempo o compartir conocimientos y habilidades. Y, un bien cada vez más necesario en nuestras sociedades: afecto, que puede traducirse en solidaridad, consuelo, comprensión, escucha, aceptación, respeto, admiración, ternura…
La auténtica pobreza enriquece. La auténtica riqueza es la que despierta la conciencia de que uno es pobre, es decir, un ser capaz de dar y recibir. Necesario y necesitado. Amador y amado.
El pobre no sólo es el que da y no acumula, sino también y, sobre todo, el que recibe. Esto implica un trabajo de humildad. Hay que ser concientes de lo que tenemos y lo que nos falta para vivir con lo necesario. Y, cuando no se cuenta con ello, hay que aprender a acudir a quien puede ayudarnos. Pedir enriquece al que recibe y al que da, porque pone en contacto dos realidades complementarias y ayuda a mantener el equilibrio en las relaciones humanas.
Para uno que hable, hace falta otro que escuche. Para uno que tenga de más, hace falta otro que tenga de menos. Para uno que necesite afecto, hace falta otro que pueda brindárselo. Estas redes solidarias tejidas con hilos de nueva pobreza ayudan a que menos personas se caigan. Son sustentadoras.
Por último, reconocer que en la pobreza nace y crece la libertad. Cuando tomamos conciencia de que somos libres, no necesitamos poseer las cosas y, mucho menos, a las personas.