Uno de los sobres de aquella bolsa vieja del Museo de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México tenía como remitente el nombre de mi abuela: Hermelinda Cortés viuda de Enríquez. Así solía firmar. Y provenía de la colonia Roma, donde vivió los últimos años de su vida.
El sobre amarillo, tamaño esquela, contenía más de diez cartas escritas en distintos tipos de papel y cada una delataba a la autora o autor por su caligrafía, además de por su firma. Sí, ¡eran cartas autógrafas! Estamos hablando del año 1997. Antes de la era internet. Yo había cumplido un año de haber llegado a Barcelona y aún conservaba la costumbre y la ilusión de cartearme con muchos miembros de la familia y amigas y amigos de distintas etapas de mi vida.
Cada que salía un sobre colectivo desde México –como este que abrí al azar–, los familiares que se enteraban y estaban a tiempo incluían su carta. Mi madre era la promotora y, como siempre, la que escribía la carta más larga. Siempre ha sido una buena cronista. A su vez, yo solía contestar a cada persona que me había escrito, armando también un sobre con misivas para distintas destinatarias y destinatarios. Para ellos era más fácil, ya que cada quien escribía una sola carta. En cambio para mí representaba escribir varias cartas, poniéndome en la situación vital de cada persona con la que “conversaba” y, a su vez, intentando no repetirme descaradamente en cada una (por si compartían la lectura).
Ahora mismo no recuerdo cada cuánto recibía o enviaba cartas, lo que es seguro es que cada una era releída varias veces. Su vida era más larga de lo que suele ser hoy la comunicación a distancia. Al tratarse de un canal más lento y más largo, el mensaje gozaba de un eco mayor y, por lo mismo, de más hondo calado. La distancia era realmente distancia y la espera requería necesariamente esperanza.
Todas las fechas de las cartas corresponden al agosto de 1997. Por lo tanto, aprovechaban para felicitarme el cumpleaños. Tal como se enseñaba en la escuela, la carta estaba encabezada por el lugar y la fecha; después el tratamiento y saludo, con las consiguientes preguntas sobre ¿cómo estás?… A continuación “el rollo”, como podríamos llamarlo hoy. Para concluir con la despedida, buenos deseos y la rúbrica final. ¡Ah!, y como toda buena carta: la postdata. Siempre hay que dejar algo para la postdata. Es como regresar a casa por algo que se ha olvidado y es indispensable llevar. Pues la postdata también es ese algo imprescindible que no se ha dicho y aparece justo después de haber firmado.
No he releído ninguna de estas cartas aún. Necesito que sea un momento largo y sereno porque un viaje al pasado es como pisar terreno sagrado. Casi la mitad de los remitentes ya están en “la otra vida” y mucho me temo que desde ahí cobren vida esas palabras que el papel estaba guardando para hoy: marzo de 2020.
2020, sí, el año del coronavirus. Me encuentro, como millones de personas, confinado en mi hogar. Un confinamiento que lleva en sí el sentido original de esta palabra: colocarnos en el confín. Confín con todos sus sinónimos: límite, finisterrae, más allá, exclusión… Estamos situados –o sitiados– cada uno en el confín del otro. Al menos esta es la percepción.
Sonará como una falta de respeto a la situación de crisis, pero superado el desasosiego inicial, el confinamiento colectivo me ha traído una sensación de paz. Ha abierto un vacío que se llena de aire, que permite que tiempo y espacio coincidan. Efectivamente, ya que muchas veces vamos saltando de lugar en lugar o de actividad en actividad o de persona en persona, sin dedicar tiempo para estar y para ser.
Ahora la situación de pandemia nos regala tiempo a condición de que sea sin salir del espacio en el que estamos. Algo así como la reclusión que vive el monje en su celda y en su monasterio. Está con los demás, a una cierta distancia, sólo si sabe estar consigo mismo. Esto se llama idiorritmia. Saber convivir respetando el particular ritmo de las demás personas. Veremos hasta dónde y hasta cuándo somos capaces de aprender un tipo de convivencia así.
Este “tiempo de gracia” me ha motivado, como seguramente a muchas y muchos, a visitar mis zonas de caos doméstico. Así es como me adentré en el “cuarto de los trebejos” o “cuarto de los suspiros” –como le llamamos en familia–: esa habitación o rincón donde se va acumulando todo sin ton ni son y que sólo entrar nos hace suspirar porque no hallamos por dónde comenzar. Es en este punto donde corre el riesgo de convertirse en la “habitación del pánico”, sólo de entrar en ella.
Pues he aquí que me encontré con un par de cajas llenas de cartas. Sobres y sobres de la era pre-digital, donde los afectos se materializaban en palabras escritas sobre papel, cuya vida roza la eternidad. A diferencia de estas otras emulaciones de palabras que empleamos hoy y que duran menos de un parpadeo en la pantalla de los dispositivos electrónicos. Con ellas solemos sentir que estamos comunicados.
Entre las cartas que viajaron desde México hasta Barcelona aquel agosto de 1997, llegó el que podría ser el primer intento de poema que escribí. Está dedicado a mi madre y no sabría ponerle fecha. Aquella letra y la que garabateo ahora no se parecen en nada. Pero sé que fue hecha por la misma mano casi 40 años antes porque mi madre así lo asegura (y porque tuve el valor de firmarlo). Mi madre lo fotocopió y por detrás me reseñó el contexto en que lo compuse.
2020, el año en que una pandemia me ha hecho recordar muchas clases de amor olvidado, gracias a haber entrado en reposo. Cuando el agua de un depósito o del río está agitada no conseguimos ver a través de ella. Es necesario dejar que repose –que se forme un poso en el fondo– para que las partículas densas se sedimenten y pueda recuperar su transparencia. El confinamiento obligado por las circunstancias nos regala la oportunidad de reposo. Y con ello la posibilidad de entrar en nosotras y nosotros y visitar nuestros olvidos. Familiares que han dejado esta dimensión, amigas y amigos que ya no frecuentamos, antiguos amores… Ese pasado que es parte de nuestra biografía emocional y que, por ende, es muy presente.
El amor en tiempos del coronavirus, evocando aquel título de “en los tiempos del cólera”, es un amor que reivindica la supervivencia en la memoria. Como aquellas personas que una vez muertas siguen vivas porque las recordamos. Re-cordar es volver a pasar por el corazón. Estos días de marzo quedarán grabados en el corazón por muchos motivos.