“Basado en una historia real”. Así comienzan o acaban muchas películas, donde se narran hechos biográficos o acontecimientos que tienen que ver con una colectividad o un país. Esta frase sugiere que puede haber historias reales y puede haber historias ficticias.
Que sean historias reales es fácil de valorarlo: narran parte o toda la vida de una persona, un suceso cuyas fuentes documentales aportan material para crear un guión, un conjunto de acontecimientos que reunidos dan cuenta de hechos históricos…
Que sean historias ficticias nos lo dice su propio nombre. La ficción es el pricipal material de la trama. Ficción que quiere decir que finge una realidad, la cual a veces es más creíble que un hecho denominado real. En el gran marco de la ficción puede entrar cualquier género, desde el más inverosímil hasta el más creíble.
Lo que quisiéramos poner a conisderación es lo que comúnmente llamamos “historia”. Hay quien prefiere referirse a ella con mayúscula, entonces nos sitúa frente a “la Historia”, como si fuese unívoca, una declaración que vale para todos y no admite matices o versiones diferentes al mismo hecho histórico.
Sin embargo, esta postura cada vez es más descartada. Los mismos libros de texto oficiales de historia han ido reescribiéndose, admitiendo así que lo que ha sido elevado a categoría histórica en un momento determinado, se ha revisionado y ha dejado de serlo, pasando muchas veces a admitir posiciones contrarias. Esto, sobretodo, se ha dado en momentos postdictatoriales, donde la historia la escribían —como suele decirse— los “ganadores”.
En lo que sí se ponen de acuerdo la mayoría de historiadores serios es en que se ha de partir de hechos documentados para esbozar hipótesis. Las cuales, si se es humilde, siempre están sujetas a revisiones y modificaciones, ya que pueden aparecer nuevas fuentes que contrasten lo admitido como válido.
Existe un cuento que narra que cinco personas invidentes son puestas ante un elefante y se les pide que cada una de ellas hable de su experiencia táctil. El resultado es que cada una, dependiendo de la parte a la cual haya tenido acceso, hablará de un elefante como una pata, una oreja o una trompa… Ante un hecho histórico esto es similar. Cada persona o, incluso, cada dato histórico, nos hablará del mismo acontecimiento dependiendo de la posición que haya tenido e, incluso, del tratamiento que se le dé a dicha fuente.
Ni qué hablar del papel tan fundamental que tiene la subjetividad del “historiador”. En el acercamiento a la fuente histórica influye totalmente la personalidad del profesional, su formación, el estado de ánimo en que realice la investigación, la finalidad de los resultados…
Llegado a este punto quisiera solo sugerir que, para cualquier profesionista que trabaje con lo que intentamos llamar “realidad”, es vital hacerlo desde una postura humilde. Todas las personas somos limitadas en nuestra percepción, en nuestra capacidad de relacionarnos y en nuestro razonar y argumentar. El historiador no es la excepción. El historiador ha de ser ante todo humilde, primero consigo mismo, sabiendo las limitaciones que tiene como persona y como profesional; después humilde con el material que va encontrando o investigando dentro de su quehacer, para poder discernir entre lo que puede o no categorizar como historiable; por último, humilde con sus interlocutores, es decir, con aquellas personas a las cuales ofrecerá el fruto de su trabajo, presentándolo como válido, pero con las limitaciones que pueda contener intrínsecamente.