Todo acontecimiento histórico tiene su “momento cero”. Me explico: en toda existencia, ya sea la de un ser vivo, la de un objeto o la de un acontecimiento histórico hay un momento parteaguas y este es su engendramiento. Es decir, el instante en que todos los factores que podían posibilitar su existencia se reúnen y eclosionan para que se dé esa “vida”.
Pero “eso” a lo que nos referimos no ha nacido de la nada. No ha brotado del aire por generación espontánea. Antes se han dado múltiples combinaciones en el tiempo y el espacio para que fuera posible su ser.
Esta idea del “momento cero” la tomo prestada de la corriente filosófica del realismo existencial, acuñada por el pensador Alfredo Rubio de Castarlenas. Él, en su libro 22 Historias clínicas de realismo existencial (Edimurtra: Barcelona, 1985), expone una serie de casos clínicos a manera de historias y comienza con la “historia cero”, que es precisamente la de su engendramiento. Desde ahí van desgranando, progresivamente, las líneas maestras de su realismo existencial.
En su historia cero él nos dice sobre sí mismo: “Edad. La de empezar a mirar las cosas por segunda vez, con nuevas preguntas”. El estudio de la historia nos permite tomar la distancia necesaria para hacernos preguntas. Esa “edad” de la que nos habla Rubio nos da perspectiva y nos permite formular preguntas. Pero debe ser una edad bañada de humildad. Nuestra historia cero nos la pueden explicar nuestros padres, pero conscientemente no éramos presentes, por decirlo de algún modo, y no podemos decir con exactitud cómo y porqué se dieron las circunstancias de nuestro comenzar a existir.
Cuando investigamos en la Historia pasa algo similar. Muchas veces no hemos sido testigos presenciales de lo acontecido y hemos de fiarnos de los datos y las fuentes. Así que hemos de tomar siempre en cuenta un cierto sesgo o desvío entre lo que pretendemos historiar y lo que “realmente fue”. Aquí es donde acudimos a la humildad a la hora de aseverar: “pudo haber sido así”.
Volvamos a la idea del “momento cero”. Pensemos en cualquier acontecimiento histórico, ya sea mundial, local o, incluso, familiar. Yo, que soy nacido en la Ciudad de México, pondré el zoom en la fundación de la antigua México-Tenochtitlán. Este era el nombre de la antigua Ciudad de México. Existe el mito fundacional de que los aztecas venían peregrinando de un lugar conocido como Aztlán y buscaban un nuevo asentamiento. Según sus profecías, el lugar lo marcaría una señal: donde encontraran un águila devorando una serpiente, posada sobre un nopal (cáctus también conocido como higo chumbo), ahí había de establecerse la nueva ciudad.
Y así fue. Lo encontraron en un pequeño islote del lago de Texcoco. A partir de esa pequeña porción de tierra en medio de las aguas nació la actual Ciudad de México, cuya población en el siglo XXI abarca una zona metropolitana de más de 20 millones de habitantes.
Los aztecas no brotaron de las aguas ni llegaron del cielo. Necesitaron un antes: emigrar de su antigua tierra (también mítica), peregrinar y llegar a una tierra prometida. Necesitaron también una promesa y una señal para decir “es aquí”. Y después necesitaron mucho ingenio para ir creando plataformas de tierra sobre el lago. Desarrollaron un sistema de parcelas alrededor del islote y generaron avenidas de agua, al estilo de Venecia por donde se comunicaban con embarcaciones.
Este podría ser, de manera muy burda y con poquísimas palabras, el momento cero y la historia cero de la actual Ciudad de México. Sin todo lo que ocurrió antes de que uno de esos peregrinos avistara la tan esperada señal no se hubiera dado como se dio, no la habrían encontrado. O si la hubieran encontrado no en un islote, sino en lo alto de una montaña o en medio del desierto, también la historia de la Ciudad y de los mexicanos hubiera sido distinta. O si el hallazgo se hubiera dado un tiempo antes o después, posiblemente también habría modificado el devenir de millones de personas e, incluso del mapa geopolítico mundial.