Este año es el centenario del nacimiento del Dr. Alfredo Rubio de Castarlenas (Barcelona, 1919-1996), autor de la corriente filosófica del realismo existencial, en la cual estamos basando esta serie de artículos. La historia cinco de su libro 22 historias clínicas –progresivas– de realismo existencial (Edimurtra), trata sobre la muerte.
Para Alfredo Rubio la muerte es uno de los temas capitales del realismo existencial, ya que entra en el ámbito de la contingencia, los límites, la humildad óntica. Somos seres que no existíamos, que comenzamos a existir y que en algún momento dejaremos de existir. Estos límites, para Rubio, lejos de ser fuente de angustia, son motivo de una honda alegría. Existimos dentro de unos márgenes y hemos de gozar de ello dentro de las circunstancias particulares que a cada uno y a cada una nos configuran.
En esta historia clínica nos encontramos con Máximo, un hombre de 40 años, padre de familia y con una vida plena. Complacido con todo, menos con la idea de morir. En la plenitud de la vida, un accidente fatal lo lleva a las puertas de la muerte. Salva la vida y esta oportunidad le lleva a hacer las paces con su muerte.
Sirvan estos tres párrafos como preámbulo para el ejercicio que venimos haciendo, intentando mirar la Historia (con mayúscula) desde las claves que nos aportan cada una de las historias clínicas del Dr. Rubio.
Hay muchas definiciones de Historia. Actualmente se está más de acuerdo en que, como todas las disciplinas del conocimiento, no existe la objetividad ni la neutralidad en términos estrictos. La Historia tiene mucho de emocional y en cada periodo de la humanidad se reescribe, desde diferentes ángulos, el mismo hecho histórico. Porque la Historia es pasada, pero no puede sobrevivir sin su anclaje en el presente. Y ese anclaje se lo damos las personas concretas que la estudiamos, la re-visamos y re-escribimos, la encarnamos consciente o inconscientemente.
En tanto que la encarnamos seres concretos, esa Historia comienza a vivir, o continúa viviendo, en cada persona. Y, por la misma razón, también muere en cada ser humano. Yo, como persona soy fruto de un momento histórico determinado. Pertenezco a una cultura concreta, tengo una información genética que me hace ser físicamente como soy, he heredado costumbres, creencias, bienes materiales e inmateriales. Todas estas condiciones me hacen ser quien soy y como soy. Para la Historia represento un límite en el cual ella se objetiviza, se encarna. Sin el límite o el continente, el contenido se dispersa, se diluye. La Historia sólo puede “ser” si se materializa en las historias de las personas y los pueblos.
En este sentido, la Historia tiene mucho de mortal. Y si es mortal, también es viva. Todo el tiempo se va transformando, adaptándose cual ser vivo a las circunstancias que le permitan existir. Por eso la Historia, aunque lo parezca, nunca es definitiva ni ha quedado escrita de una vez y para siempre.
Máximo, después de vérselas de cerca con la muerte, hizo las paces con ella. Se sabe un ser mortal y ya no le angustia tener fin ni que sus seres queridos también lo tengan. ¿Cómo podemos trasladar este sentimiento de paz hacia la mortalidad de la Historia?
La clave es la aceptación y el gozo por el presente y por los y las presentes. De manera terapéutica hacemos el camino de hurgar en el pasado para entender el presente y aceptarlo. Con la Historia pasa algo similar: decimos que quien no conoce la Historia está condenado a repetirla. En realidad lo que repetimos no es la Historia, sino la manera de reaccionar inconsciente ante las circunstancias de la vida. Conocerla y saber que somos fruto de ella nos hace sensibles a comprender cómo hemos venido actuando como pueblo y como humanidad y que hay maneras de cambiar nuestra actitud ante los acontecimientos.
Por poner un ejemplo, en la Ciudad de México, el 19 de septiembre de 1985, tuvo lugar un terremoto terrible que acabó con muchas vidas y dejó una honda huella en la memoria colectiva de todo el país. Esta huella histórica se materializa en que cada 19 de septiembre, por la mañana, se realiza un simulacro de evacuación en toda la ciudad como medida preventiva y pedagógica de cómo actuar ante una manifestación de esta naturaleza. Justamente el 19 de septiembre del 2018, por la mañana como cada año, se realizó dicho simulacro y después cada quien volvió a su vida cotidiana. Las horas avanzaron y hacia el mediodía sonaron las alarmas, pero en esta ocasión el peligro fue real. Nuevamente un terremoto dejó consecuencias fatales a una de las ciudades más pobladas del planeta.
Sin embargo, no fue igual que en 1985. Había una consciencia ciudadana y un saber responder de manera colectiva. La solidaridad en seguida se despertó. Las personas sabían cómo organizarse, qué cosas llevar a los lugares más afectados. La nueva tecnología se utilizó como recurso. A los pocos minutos, muchas personas retiraron sus contraseñas de los módems para que hubiera señal wifi gratis en toda la ciudad y cualquier persona pudiera avisar a sus familiares que estaba viva. Linternas, pilas, agua, comida no perecedera… todo mundo sabía qué era imprescindible y qué era innecesario aportar. La ciudadanía fue más ágil organizándose por cuenta propia que ni las mismas instituciones.
Todo esto es memoria histórica también y habla de un hacer las paces con la muerte porque se la sabe encarar. Aprender del pasado no es sólo memorizar fechas y nombres, sino recurrir a la memoria emocional, a la intuición y a la solidaridad como herencia compartida.