Una manera de consolar

Los seres humanos estamos hechos de tal material que solos no podemos sobrevivir. Ya está muy dicho, pero necesitamos varios meses para ponernos de pie, otros tantos para hablar. Y años, a veces muchos, para ser capaces de tener un mínimo de autonomía que nos permita tener recursos propios y después ser generadores de nuevas vidas. Es todo un proceso de aprendizaje que no culmina.

Esta interrelación también es afectiva. Para las emociones no hay ni la total dependencia ni la total independencia, sino una mutua interdependencia. Como los hilos de una red, las personas nos vamos entrelazando y creamos nudos que dan sostén a nuestras relaciones.

De estas relaciones nace un tipo de empatía que es el «consuelo». Que, como la misma palabra dice, es «compartir el suelo». Todas las personas tenemos un suelo, una base que nos sostiene, que es la nuestra y es intransferible. Ponerse en empatía con el otro nos acerca a él, pero nunca es una proximidad tal que nos fusione o nos anule. Lo que es más posible y real es acercarme a mi propia condición de fragilidad –a mi suelo– y, desde ahí, reconocer que el otro vive la suya –su suelo–. Este ejercicio permite percibir que, por el hecho de existir, compartimos un suelo común.

Acudo ahora a un poema, sin título, de Daniel Faria, portugués muerto muy joven, pero que nos ha legado un gran tesoro. El poema que cito es de su libro Hombres que son como lugares mal situados, del año 1998, de Ediciones Sígueme.

No levantemos a los hombres que se sientan a la salida
Porque se mueven en sus caminos interiores
Equilibran con dificultad una idea
Algo muy nítido, semejante
A una hoja vacía
Y ponen nidos en los árboles para liberarse
De la jaula terrible, invisible muchas veces
De tan dura
No nos aproximemos a los hombres que ponen las manos en los barrotes
Que reclinan la cabeza sobre los hierros
Sin otras manos donde agarrar las manos
Sin otra cabeza donde reclinar el corazón
No los toquemos sino con los materiales secretos
Del amor.
No les pidamos que nos dejen entrar
Porque su fuerza es hacia fuera y su espera
Es la fe inquebrantable en el misterio que inclina
A los hombres hacia dentro
No los levantemos
Ni nos sentemos al lado de ellos. Sentémonos
En el lado opuesto, donde ellos pueden venir a levantarnos
En cualquier instante

A lo largo de nuestras vidas caminamos y nos encontramos con personas «sentadas a la salida», hombres y mujeres que están fuera de sí, soportando el peso de ideologías. Mujeres y hombres que cultivan la libertad, aún siendo presas de las circunstancias que las condicionan. Seres que nos despiertan el amor.

Y estando con el amor despierto, muchas veces sentimos que hemos de entrar en sus vidas para hacer algo por ellas, sacarlas de su situación de «intemperie»… Detengámonos aquí. ¿Qué es lo que nos motiva o nos da derecho a entrar en sus vidas? ¿Es la intemperie en la que viven ellas o, acaso, la intemperie que se despierta en nosotros y que nos hace darnos cuenta de lo vulnerables que somos? Dentro de cada persona hay caminos interiores, jaulas tan duras y tan invisibles que no podemos etiquetarlas desde una posición egocéntrica, pretendiendo que nosotros poseemos su verdad.

«Su fuerza es hacia fuera», continúa Daniel en el poema, «y su espera es la fe inquebrantable en el misterio que inclina a los hombres hacia dentro…». Esa fuerza hacia fuera es la que ocasiona que nosotros nos inclinemos hacia dentro, hacia nuestro adentro. Esa persona que está expresando su condición de vulnerabilidad pone al descubierto la mía.

La imagen final del poema es la clave: no se trata de sentarnos al lado de ellas, sino de sentarnos, bajarnos, en nuestra propia condición. Palpar nuestro propio suelo. De esta manera, pasaremos de ser los que levantan para ser los levantados. Si hay algo en su situación que ha despertado mi ser contingente, es porque lo soy y también necesito ser mirado y levantado.

En ocasiones podemos caer en la tentación asistencialista de querer «ayudar» a personas subvencionando o supliendo sus aparentes carencias. Y generamos una actitud de estar en lo alto y levantar al que está abajo. En esta dinámica se corre el riesgo de hacer más mal que bien. Recuerdo un cuento que explica que una niña, al ver una rosa a punto de romperse por el peso del agua de la lluvia, la sacudió. Esto provocó que la rosa perdiera todos sus pétalos. Después se dio cuenta de que otras rosas sobrevivían porque al salir el sol el agua se iba evaporando o se iba resbalando poco a poco, dejando a las rosas intactas.

Una manera no invasiva de consolar o acompañar a una persona en un momento de aparente vulnerabilidad es bajar a mi propio suelo, contemplarla y dejarme contemplar. Ponerme a suficiente distancia para que ella sepa que estoy ahí, compartiendo la existencia. Y paciente y constantemente esperar a que, si ella quiere y cuando quiera, se levante y se acerque a mí. Este significativo paso le hace cambiar de plano vital. Juntos, si ha de ser así, podemos levantarnos y andar.