Una de las piezas más singulares y enigmáticas procedentes de la cultura azteca que podemos encontrar en el British Museum es el «Espejo de obsidiana». La obsidiana es una piedra volcánica de color negro que se utilizaba mucho en el México antiguo para crear joyas, figuras e instrumentos cortantes. Al pulirse se obtiene una superficie brillante en la cual se puede uno reflejar como en el fondo de un estanque.
El espejo de obsidiana, cuyo nombre en náhuatl es tezcatl, era un instrumento de magia que, según la creencia, permitía viajes a otros tiempos y lugares, además de posibilitar contactos con los dioses y los antepasados. Es decir, era un objeto que conectaba distintos planos de la realidad. En su superficie se reflejaban, a la vez, el observador y el objeto o realidad con la que se contactaba.
El espejo de obsidiana es el principal atributo de uno de los dioses aztecas: Tezcatlipoca, cuyo nombre quiere decir «espejo humoso». Tezcatlipoca era el señor de la noche y de todas sus criaturas.
Este preciado objeto, llegó a manos de John Dee (Inglaterra, 1527–1608), matemático, navegante, alquimista, astrólogo, astrónomo y consejero de la Reina Isabel I de Inglaterra en el siglo xvi. Según se decía, John Dee lanzó un hechizo al ejército español, evitando así que invadiese Inglaterra. Aunque, al parecer, lo que ocurrió fue que sus profecías llegaron a oídos de los españoles quienes se sugestionaron y fracasaron en su intento.
Este tezcatl, con el transcurrir de los años, fue pasando por distintas manos hasta entrar a formar parte de las colecciones del British Museum en el año 1966. Ahí se exhibe junto con su estuche de madera y cuero.
Cinco siglos después, en el comienzo del siglo xxi, ha nacido precisamente también en Inglaterra una serie cuyo nombre es Black mirror. Traducido quiere decir «espejo negro». ¿Podríamos pensar que su creador, Charlie Brooker, se inspiró para titular la serie en el nombre del enigmático objeto azteca?
Black mirror es una serie con tintes futuristas que expone cómo las llamadas nuevas tecnologías han entrado a formar parte indispensable de la vida de las personas. Pero no sólo eso, sino que de manera crítica, capítulo tras capítulo muestra cómo el uso ambicioso y sin ética hace que dichas tecnologías dejen de estar al servicio de la persona para volverse contra ella.
Los capítulos no son consecutivos, en el sentido de que cada uno desarrolla una historia propia. Incluso los actores, actrices y directores no se repiten. Aunque diferentes, todos los guiones conservan elementos en común como la temática de las nuevas tecnologías (Internet, redes sociales, neurotecnología, etc.), el suspense y generalmente una moraleja donde no hay final feliz.
El nombre de la serie también hace alusión a la superficie de las pantallas de muchos dispositivos como el ordenador, los teléfonos o las tablets. En ellos nos podemos ver reflejados como en el espejo de obsidiana. Y al activarlos entramos en contacto con un «más allá» con el cual interactuamos, tal como hacían los magos aztecas hace siglos.
Pero, en el fondo, ¿qué quiere aportar Black mirror o qué se puede deducir de sus planteamientos? Desde mi punto de vista, hay un valor clave que es la libertad responsable. Si nos remontamos a los orígenes de dos aparatos que han cambiado nuestras vidas, como son la televisión y el teléfono, y que ahora sus descendientes son las pantallas que tantas horas nos ocupan, sus nombres nos indican su función. Son dos inventos para «ver más allá» –la televisión– y «hablar con quién está más allá» –el teléfono–. Ambas son las prácticas que también perseguía en la antigüedad el espejo de obsidiana.
Recuerdo cómo en la infancia mi madre nos tenía que limitar el tiempo de estar delante de la televisión, porque podíamos pasar largas horas sólo mirando y absorbiendo lo que en ella se daba. Con el teléfono sucedía lo mismo. Circulaba la frase de que el teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones. Ambos artefactos tenían poderes cautivadores de la atención.
En su momento, ambos inventos fueron revolucionarios para la humanidad, dando información, entretenimiento y poniendo en contacto por medio de la voz y de la imagen a todo el planeta. Su evolución hasta nuestros días, gracias a las plataformas de Internet y sus redes sociales, han hiperpotenciado sus posibilidades.
Sin embargo, no sólo ha habido beneficios, también comienzan a ser patentes las contrariedades que se derivan. Como cualquier aspecto de la realidad, el uso que le damos condiciona los efectos que produce. Una sola palabra puede dar vida y aliento a una persona o destruirla.
Y esto, precisamente, es lo que nos muestra Black mirror, los aspectos indeseables que pueden desarrollarse con cualquier tipo de tecnología. Sólo haré mención del contenido de uno de sus capítulos que habla de las famosas cookies. En él se dan varias historias que de alguna manera se cruzan. Una de ellas es la de una mujer con muy buena posición económica que «adquiere» un servicio que consiste en conectarle un aparato a la cabeza para extraerle todo tipo de información. Con esta información crean un doble virtual de ella que queda atrapado en una especie de huevo electrónico. Dentro del huevo se ve a la misma mujer delante de un ordenador controlando toda la casa para que, al llegar, ella misma, la real, todo esté funcionando a su gusto: la temperatura, el hilo musical, el grado de tostado del pan por la mañana, la luz ambiental… No obstante, en esta aparente armonía se respiraba perfección e infelicidad a la vez. No había margen para lo imprevisto ni para la variación: todo era frío y monótono, como en una cárcel de cristal. Con las cookies, alimentamos nuestros perfiles de redes sociales y los lugares por los cuales navegamos con una gran cantidad de aspectos de nuestra identidad. En ocasiones los más íntimos y vulnerables. La cuestión es hasta dónde ello nos sirve para hacernos la vida más fácil y hasta dónde nos condiciona y controla nuestros hábitos y gustos.
Las conclusiones que se pueden derivar de cada capítulo son exponenciales y cabe recalcar que no son de finales felices. Más bien generan cierta paranoia cibernética y, para algunas personas, repulsión hacia lo digital. Y a este punto quería llegar. Para mí, la antropología que quiere mostrar la serie está relacionada con la falta de cultivo de la libertad responsable.
Hemos de ser conscientes para qué sirve cada red social, cada aplicación, cada avance neuromédico y las posibles consecuencias para nuestras vidas y la del planeta. Además de que siempre existen los efectos imprevisibles. Cada vez que doy al botón «acepto», «on», «descargar»… mi libertad está diciendo sí a algo que no conozco del todo. Esto me puede traer beneficios inmediatos, pero también he de reflexionar que estoy cediendo parte de lo que soy (como en toda relación). Hemos de ser conscientes y consecuentes de que los límites nos los hemos de poner nosotras y nosotros. La libertad, como todo lo humano, es limitada, pero es libertad. Y los límites son siempre expandibles: si los trabajamos, crecemos.