Desde a la ventana observo un árbol, hace años que vive ahí. Hoy lo observo. De pronto encuentro muchas similitudes entre él y yo. Ciertamente son similitudes a nivel óntico, existencial, ya que hay muchas diferencias también.
Recuerdo cuando presencié cómo cortaban unos árboles y la persona que lo hacía me mostraba cómo se calculan los años a través de los anillos del tronco. Y no sólo el número de años, sino que se podía saber si había pasado sequía el árbol, por cuál lado recibía más luz o por dónde estaba expuesto al viento… Entre otras cosas que no sé repetir de memoria. Este recuerdo ahora me hace pensar en mi propia historia. Conforme pasan los años, vamos engrosando nuestro saber, experiencias, vivencias. Hay momentos de la vida en que crecemos más y otros menos, ya sea por factores internos o externos. Y, aunque sólo somos conscientes de algunas cosas, el resto están ahí para siempre, como los anillos del árbol: desde el primero hasta el más externo, el cual forma la corteza. No podemos sacar ningún anillo. Tampoco podemos anular ningún hecho pasado de nuestra biografía.
Aunque no puede moverse, el árbol a su manera va haciendo camino. Va hundiendo sus raíces hacia el centro de la tierra y va extendiendo sus ramas en todas direcciones para captar la luz que le rodea. Esta es su manera de andar por la vida.
Los seres humanos también nos arraigamos, por decirlo de alguna manera. Nacemos en el seno de un grupo familiar, que a su vez forma parte de un entorno cultural más amplio. Este contacto con otras personas y, por medio de ellas con la sociedad, constituye el “humus” del cual nos alimentamos. Sobre todo durante los años de infancia y juventud. Después vamos eligiendo más autónomamente aquello que nos alimenta. Sin embargo, los primeros años son determinantes.
En el caso del árbol, dichas raíces no se ven, pero están ahí, sosteniéndolo, dándole estabilidad, absorbiendo los nutrientes de la tierra y profundizando cada vez más en busca de agua. Para las personas, el aporte cultural que nos da la sociedad también es vital: bebemos, nos nutrimos, nos asentamos en los otros para poder existir. Al igual que el árbol, no vivimos “despegados” de lo que nos rodea, somos una continuidad existencial. Nos hermana, por decirlo de alguna manera, el suelo que compartimos y que nos aporta los mismos nutrientes.
En su crecimiento, el árbol va buscando la luz solar para realizar la fotosíntesis. Este desarrollo va creando su arquitectura. Las ramas se entrecruzan, eluden muros, se inclinan, hacen lo necesario para enfocarse hacia la luz. Las hojas, a su vez, se unen en esta labor y extienden sus palmas para recibir la cantidad de energía solar necesaria. Los seres humanos también requerimos energía para poder realizar nuestras funciones vitales. Necesitamos la energía solar, la energía que proporcionan los alimentos, la energía natural que transformamos en otras energías como la eléctrica o en productos que nos facilitan la vida cotidiana. Pero, además, necesitamos otro tipo de energía. Esa que hace movernos en una cierta dirección vital y que se traduce en sentimientos y pensamientos.
Se dice de un árbol y se aplica a otras realidades: “por sus frutos lo conocerán”. Y, es verdad, los frutos y las flores ayudan a reconocer a un árbol. Las acciones y, en general, la manera de hacer y de desenvolverse, nos habla de una persona. Y, como todos los árboles, no hay dos personas iguales. Cada una da frutos distintos.
Continuando con la sabiduría popular, dos refranes rescatan el final de un árbol. El primero sentencia: “del árbol caído todos hacen leña”. Lo cual puede leerse en el sentido de que cuando alguien muere o cae en desgracia -la que sea-, hay quien se aprovecha de la situación. Otra interpretación para este mismo dicho es que cuando alguien muere o deja de estar presente, se saca provecho de todo cuanto ha dejado. Se valora lo que era y lo que hacía y se saca beneficio de lo que fue y el legado que significó su existencia. El segundo refrán dice: “sólo cuando cae el árbol podemos saber realmente su estatura”. Este es muy directo. La ausencia de alguien nos ayuda a valorarlo, a comprender hasta dónde llegaba.
Realmente, la naturaleza es un libro donde podemos hacer diversas e innumerables lecturas. Podemos, incluso reflejarnos en ella como en un espejo, descubrirnos diferentes y a la vez iguales. No se requiere dominar ningún lenguaje oculto ni ser científico en materias de botánica, geología, etc. Sólo hay que detenerse a contemplar, observar, llevar la atención a la piel y a todos los sentidos para captar lo que nos está ofreciendo la realidad.