El contorno de una copa, su materialidad, tiene razón de ser en cuanto que es continente del líquido que se vierte en ella. Pero, más allá del líquido, la copa misma se contiene a sí. Es su forma y, a la vez, también es su fondo. Limita consigo misma, limita en sí misma.
El ser humano, para encarnarse existente, también necesita su contorno, su límite. El límite lo contiene. Sin un cuerpo, no podría ser, no podría desplazarse, no podría percibir las sensaciones del medio ambiente, no podría comunicarse. Pero los límites no son sólo materiales: los pensamientos y los sentimientos también necesitan del límite para existir.
Los pensamientos se “materializan” en imágenes, en palabras, en silencios, incluso en aquello innombrable. Y esta corporalización de las ideas es su continente y al mismo tiempo su contenido.
Los sentimientos también se van bordando y desbordando, dibujando en nuestro interior un mapa emocional que da cuenta de sus límites. Sin embargo, a veces de tan intangibles que son, es difícil saber qué contienen o cómo se expresan. Las emociones, a menudo, llegan a retratarse en la carne y aparecen como somatizaciones, ¿será acaso una forma de mostrarnos su límite?
El límite no es la orilla de las cosas, el límite es extrínseco e intrínseco. El límite se halla en todo el ente, en todo el ser. Al igual que la copa. Nuestro cuerpo nos contiene por fuera, en la piel, para que los órganos no se desparramen. Pero también cada órgano, cada hueso, cada arteria es límite de sí misma. El límite reside en cada prtícula del ser.
El límite no es, pues, el fin y el comienzo de algo, no es un lugar de separación. El límite es, mas que un lugar, la “posibilidad” de la continuidad. Es positivo, en cuanto a que permite al ser tener identidad, pero tembién le permite “ser con el otro”, con aquello que creo que no soy yo.
Solemos decir que somos limitados para referirnos a las capacidades e incapacidades que tenemos. Incluso para remarcar que es más fácil que nos equivoquemos al actuar. Y es verdad, es más fácil equivocarse cuando concebimos el límite de manera negativa y hacemos de él una coraza. Al error lo consideramos como fracaso, pero es el error o, mejor dicho, el defase entre las expectativas que tenemos y la realidad en sí, lo que nos hace palpar el límite y, por tanto, conocernos.
El límite, en cuanto posibilitador de la existencia, ha de ser permeable, poroso. El límite es la capacidad de captar lo que está más allá de mí y, por tanto, es la instancia privilegiada de la comunicación. En el instante, en el sitio, donde ya no soy yo, pero palpo otra realidad, ahí se da el crecimiento, la prolongación en el otro, el aprendizaje, la captación de lo que está sucediendo “fuera de mí” y que me atañe porque me roza.
En origen, la palabra límite nació para nombrar el borde de algo, la frontera de una propiedad. El límite aparecía como un espacio que separaba. Pero en esta reflexión hemos querido darle una connotación positiva, ubicando este término como una posibilidad de ser y no como un impedimento.
Los seres humanos experimentamos dos grandes límites en nuestra cronología existencial: el nacimiento y la muerte. Estas experiencias, de alguna manera, nos acotan y nos ayudan a dimensionar el tiempo y el espacio. Sin embargo, en el caso de la muerte, no es algo ajeno que nos constriñe y nos aguarda como una fecha de caducidad. La muerte, al igual que el nacimiento, está contenida en cada partícula de nuestro ser. De hecho, estudios muestran que al cabo de un tiempo todas nuestras células se han renovado. A nivel físico, estamos naciendo y muriendo constantemente. A nivel emocional e intelectual, estamos en continuo movimiento y la capacidad de regenerarnos depende, en gran medida, de qué tan porosos o flexibles seamos.
El límite es la posibilidad del encuentro. Lugar o no-lugar donde accedemos a la experiencia de sabernos solas/solos y acompañadas/acompañados. Ahí adentro o aquí afuera, el límite de cada una y cada uno nos señala quiénes somos.