Una cosmovisión viene a ser una visión del cosmos, del universo. No hay una sola cosmovisión, sino tantas como colectivos humanos que comparten una manera de estar en el mundo. E, incluso, tantas como personas, porque cada quien vamos viviendo y encarnando la visión del cosmos de manera singular.
De todas formas, quisiera introducir algún matiz en este concepto. En pleno siglo XXI, la cosmovisión es un término que podemos revitalizar, primeramente, quitando la supremacía que se le da, sobretodo en nuestro tiempo, al sentido de la vista. Más que una visión, podríamos hablar de una percepción que englobe todos los sentidos, físicos y espirituales. Cómo percibimos con nuestra totalidad el cosmos: cómo lo olemos, cómo lo saboreamos, cómo lo tocamos, cómo lo escuchamos, cómo lo contemplamos. Y también, cómo lo sentimos, cómo lo pensamos, cómo lo sufrimos, cómo lo amamos…
Y, yendo más allá, hemos de ser conscientes no sólo de cómo percibimos el cosmos, cómo nos afecta a nosotros, sino cómo nosotros afectamos al cosmos. Cuando hablamos de visión, el sentido de la vista requiere de una cierta distancia para poder enfocar aquello mirado. Esta distancia separa lo que mira y lo que es mirado. Si, en cambio, in-corporamos ese cosmos, podemos percibir que somos ese cosmos. Se establece una relación de familiaridad, de interdependencia, de corresponsabilidad.
Incorporar el cosmos, sentirme cosmos, quita de su pedestal el sentido de la vista y lo integra al resto de canales que perciben la realidad. Este matiz que propongo es sólo para intentar ampliar el concepto, no para desecharlo.
Somos casa vulnerable
Durante la segunda mitad del siglo XX, el teólogo y humanista Alfredo Rubio de Castarlenas (Barcelona, 1919-1996), fue acuñando y difundiendo una manera de estar en la vida a la que llamó Realismo Existencial. Esta se basa en la aceptación gozosa de la realidad: ser conscientes de que formamos parte de este cosmos, tal como es, y de que las condiciones que nos han otorgado la existencia han posibilitado que seamos como somos.
La posibilidad de existir de cada ser vivo es única, lo cual nos hace irrepetibles. Desde una piedra, hasta un ser humano o un asteroide. Ser conscientes de esta unicidad nos hace valorar su dignidad y su relación insustituible en el conjunto del todo. Es decir, yo, al igual que cada ser, soy digno de existir y soy insustituible en mis relaciones con lo que me rodea.
El Realismo Existencial hace especial hincapié en los límites de lo existente. Determinadas condiciones han generado la existencia de un ser, pero dicha existencia no es eterna ni omnipotente. La vida lleva inscrita la muerte desde su comienzo y, también, ciertas capacidades o potencias limitadas. Esto deviene en fragilidad e interdependencia. Hay una sinergia implícita en el coexistir de todos los seres. La vida es posible en el planeta y en el cosmos porque se sostiene de una red de relaciones a todos los niveles. Cualquier alteración desencadena consecuencias que afectan el todo.
El mismo Alfredo Rubio acuñó el neologismo caseidad, es decir, “el tratado de los espacios humanos habitables y todo lo que acontece en ellos”. La caseidad se ha venido constituyendo en una disciplina y un arte. Maria Bori Soucheiron (Barcelona, 1964-2019), educadora catalana que vivió muchos años en Chile, dedicó gran parte de su vida a encarnar y promover esta práctica en aulas hospitalarias. En concreto, en la entidad Casabierta de la Corporación de Ayuda al Niño Quemado, en Santiago de Chile, donde se acogen a niños y niñas que han sufrido quemaduras severas y algún familiar durante el tiempo que dura el tratamiento. Ahí se les ofrece casa y continuidad en su escolarización. Maria trabajó porque esa atención fuera no sólo un techo físico, sino un hogar, aportando valores y haciendo cirugía, no en la piel, sino en el alma y la autoestima de los niños y niñas y sus acompañantes.
Quisiera detenerme a ahondar en la caseidad porque me parece una aportación importante dentro de una nueva comprensión y vivencia del planeta y del Universo en sí.
Según Maria Bori, en su libro Estudio del neologismo caseidad (Editorial Octaedro: Barcelona, 2022), “el origen de la caseidad nos remonta al momento en que el ser humano se empieza a asentar y progresivamente concibe el espacio donde vive como un espacio habitable y de convivencia”. De esta manera, “encontramos espacios habitables donde se respira calor de hogar, que nos remite a la intimidad, al reposo, al recogimiento y al acogimiento”.
La misma Maria reflexiona: “El ser humano, para desarrollarse desde su tierna infancia, pasando por la adultez y hasta la ancianidad, necesita ser acogido por otros seres humanos al mismo tiempo que es acogedor de otros otros, lo que lleva a una especie de círculo o juego de acogimientos. La experiencia de ‘ser necesitado’ es principalmente humana y, por todo lo dicho, se relaciona directamente con la caseidad”.
Bori, habla del útero materno como primer hábitat del ser humano y de la condición de vulnerabilidad que se deriva de nuestra especie, ya desde el nacimiento. La primera casa de todo ser humano es otro ser humano, una mujer quien, siendo primera casa, desarrolla unas experiencias –dada su condición biológica– que iluminan el ejercicio y las actitudes propias del arte de la caseidad. La mujer posee el don de ser habitable. Tanto si engendra como si no.
El hábitat humano, las casas, los pueblos, las ciudades, son una respuesta de la vulnerabilidad de nuestra especie. Construimos una casa para guarecernos del frío, del calor, para crear intimidad, para sentirnos seguros ante otros seres de nuestra especie y de otras especies. Estos hábitats, de los cuales se desprenden relaciones interpersonales que pueden desembocar en distanciamiento de la naturaleza, relaciones de poder y desigualdad, necesitan ser ajardinados, es decir, repoblados de naturaleza para impedir que la vulnerabilidad natural se convierta en una vulnerabilidad instrumentalizada. En este sentido, ajardinar la sociedad tiene que ver con propiciar condiciones de reconocimiento a la diversidad como un valor que aporta sinergia y nutrientes al crecimiento colectivo.
Para llegar a la consciencia de unicidad propia y diversidad necesaria y reconocer que nacemos en la vulnerabilidad, el silencio es un medio propicio. Silencio no como mutismo o inactividad, sino como apertura y escucha desde todo el ser. Silencio como actitud de permeabilidad con la realidad de la cual formamos parte.
Y, ¿de qué nos sirve sabernos cosmos? La identidad es configurante de las personas. Saber nuestro origen nos explica porqué estamos en la vida y nos ayuda a descubrir un para qué. Cada partícula que nos conforma proviene de la realidad, cada vivencia y cada recuerdo también. Estamos hechos del mismo material que nuestra “casa común”. Lesionar o descuidar cualquier ser, implica una autolesión o una dejadez hacia nosotros y nosotras mismas.
La percepción que tenemos del cosmos ha cambiado a lo largo de los siglos. Esto nos invita a revisitar la percepción que tenemos actualmente y preguntarnos en qué ideas y realidades se basa. Quizás estamos percibiendo de manera distorsionada el cosmos y eso está originando tantas incoherencias y conflictos entre seres humanos y hacia los demás seres que comparten el hábitat común.
Javier Bustamante Enriquez