El fragmento de evangelio que tenemos hoy para contemplar es el conocido como “la expulsión de los mercaderes del templo” (Jn 2, 13-25). Corresponde a la narración de Juan y la Iglesia nos lo enmarca dentro de la Cuaresma como preparación a la Semana Santa y Pascua.
Es un pasaje que, según el relato, se da previo a la celebración de la Pascua. El pueblo iba al templo a hacer sacrificios animales y alrededor de este hecho se crea todo un comercio. A Jesús le repulsa el hecho de que un lugar de oración y encuentro de la comunidad creyente se convierta en un lugar de muerte y transacción económica. Y lo demuestra ejerciendo violencia contra los mercaderes y cambistas.
Más allá de los hechos, hay todo un simbolismo detrás que, en el contexto de cuaresma como camino de preparación a la Pascua, nos invita al cambio. En ocasiones es necesario ejercer violencia en uno mismo para conseguir cambios. Violencia no como infligirse daño físico o psicológico, sino como acto contundente que requiere energía. Violencia, en este caso, como expulsión de hábitos que nos alejan de la Vida. Que confunden el amor con el comercio de favores o sacrificios que no llevan a nada.
Dentro de la elaboración teológica que ofrece Juan vemos cómo el templo es asociado a la casa del Padre y al cuerpo de Jesús. Si ahondamos, la casa del Padre es toda la creación. En la creación mora Dios. Entonces, Jesús nos invita a tratar la creación con respeto, sin utilitarismo, sin sacrificio. También en este pasaje se equipara el templo con el cuerpo de Jesús. Es lógico que algo que ha tardado años en construirse no se re-edificará en tres días. Esta paradoja nos habla de que ese templo es más que piedras y que hay realidades, como el alma o la comunidad de personas que se estiman, que aunque se las quiera exterminar reflorecen por su fuerza interior.
El pasaje en que estamos hoy hace un salto al final. Aparentemente cambia de tema, aunque sigue hablando de la Pascua. Dice que mientras estaba celebrando la Pascua las personas creían en él por los milagros que hacía, pero Jesús no confiaba en ellos porque los conocía en el fondo de su corazón. Probablemente percibía que en ellos no había una conversión real, que su fe seguía siendo la del sacrificio en el templo, es decir, la que necesita ofrendar para recibir el favor de Dios, contentarlo.
Dios no necesita que le contentemos ni nos creó para su beneplácito o satisfacer su ego. Este pasaje nos habla de gratuidad. El amor no es moneda de cambio. Nace libre y se brinda sin esperar nada a cambio. La Cuaresma nos invita a hacer este camino de conversión. Detenernos a percibir qué cualidad tienen nuestras relaciones. ¿Son libres? ¿Esperamos que nos quieran para abrirnos a querer a las demás personas? ¿Damos para sentirnos bien y quizás lo que damos no es lo que necesita la otra persona?
Hay tantas reflexiones que podemos hacernos como tiempo y amor le podamos dedicar. Lo que puede ayudarnos a sanar nuestras relaciones es contemplar la intención que hay en ellas y ver cuánto se acercan a la gratuidad y a la gratitud.
Javier Bustamante