La cuaresma se inaugura con el bautizo de Jesús y su salida o entrada al desierto, donde es tentado. Al cabo de este proceso, Jesús vuelve y comienza lo que se llama su vida pública. Es decir, todo aquello que se conoce de él porque compartió vida, palabras y acciones con aquellos que le fueron rodeando hasta su muerte.
He referido el desierto como un lugar a donde salir o entrar. Y es que puede comprenderse de ambas maneras. El desierto, desde un primer acercamiento, podemos contemplarlo como un lugar ermo, vacío, con elementos mínimos, despoblado. En este sentido puede ser un desierto de arena o rocoso, pero también un bosque o una selva puede ser un lugar desértico si están despoblados de humanos, donde uno puede sentirse a solas.
Salir al desierto es dejar de lado nuestra zona de confort, los espacios habitados, los lugares que nos conforman, e internarnos en ese afuera donde todo es intemperie. El desierto es el lugar del desconocimiento, del misterio, de la duda, del abismo. No hay seguridades.
A veces, una persona extraña puede ser desierto para nosotros, confrontándonos con lo desconocido incluso de uno mismo o poniéndonos a prueba. A Jesús se le presentó la tentación de transformar piedras en pan, es decir, alterar la naturaleza en provecho propio. Cuántas veces no nos vemos tentados en manipular personas o situaciones para obtener ventajas. También se le presentó la tentación del poder, de la dominación, de sentirse posesor de la realidad. Cuántas veces creamos o alimentamos relaciones posesivas con personas, objetos o la misma naturaleza, donde nos proclamamos amos de lo que nos rodea y, por tanto, con derecho a decidir sobre ello.
También Jesús fue tentado para sentirse un ser indestructible, perenne. La falta de realismo en cuanto a quiénes y cómo somos es muy común.
Salir al desierto o, dicho de otra manera, salir de uno mismo, trascender nuestros límites, conlleva encararnos con estas y otras tentaciones. No son situaciones de las que hay que huir, sino que hay que conocer para saber que, como seres limitados, convivimos con ellas y podemos encontrarlas en cualquier momento de nuestras vidas. Manipular en beneficio propio, querer dominar o poseer, sentirnos superiores, son como enfermedades del ser a las que hay que sobreponernos, sanarnos, para aprender nuevas formas de relacionarnos con las personas y con la Creación en general.
En la vida pública de Jesús narrada por sus contemporáneos, podemos ver cómo nos propone paridad de sexos, trato igualitario sin importar diferencias étnicas o de creencias religiosas, especial atención a personas con capacidades fuera de la norma, solidaridad, espíritu de servicio, ultimidad… Prácticas, no teorías, que abrían nuevas formas de relacionarse que reconocían la singularidad de cada persona por encima de la ley y de las convenciones de su siglo. ¡Qué vigencia sigue teniendo su propuesta!
También hago referencia a una doble dirección en cuanto al desierto. Entrar al desierto nos mueve a entrar en nosotros mismos. Contemplarnos desiertos, es decir: ermos, baldíos, vacíos, disponibles… Situarse dentro de uno mismo es ser consciente de que ahí habito y desde ahí me muevo por el mundo. Conocerme, aceptarme, abrazarme agradecido con lo que me ha dado esa existencia concreta, es incorporarme al Misterio de la vida. Este desierto interior no es un espacio aíslado de la realidad, sino su punto de contacto. Un movimiento de dentro hacia afuera me conecta con la vida.
Hay un desierto más allá de mí, pero también hay un desierto en mí. Si puedo llegar a paladearlo, podré ver que tienen la misma esencia. Aquello que hay dentro mío es de la misma naturaleza que lo que hay más allá de mí. Descubrirlo me hermana con la vida. Eso, entre otras cosas, era lo que Jesús nos invitaba a vivir. Somos unidad: ser unos como yo y el Padre lo somos.
Lo que atenta contra la unidad es la división. En su etimología, la palabra Diablo quiere decir “división”. Las tentaciones actúan separándonos de la vivencia de unidad que nos propone Jesús. Sintámonos invitados a transitar nuestro desierto.
Javier Bustamante Enriquez