En el año 320, en plena época de persecuciones cristianas, se dio el martirio de cuarenta hombres que formaban una legión romana en Sebaste, Armenia. Víctimas de la persecución de Licinio, estos cuarenta soldados no negaron su fe en Jesús y fueron condenados a morir de “aterismo”, es decir, de congelamiento. Una noche de invierno fueron expuestos desnudos dentro de una laguna helada. La iconografía oriental los representa así: medio desnudos, temblando de frío y en sus rostros reflejado el sufrimiento por la congelación. Unos sostienen a otros. Se abrazan para comunicarse calor y para darse valor de no claudicar ante el castigo.
La historia cuenta que Licinio ordenó colocar cerca un baño termal para dar la oportunidad a quien negara su fe, que pudiera ir a salvarse y reconfortarse. Uno de los mártires no pudo soportar más y salió de la laguna. Uno de los soldados que vigilaban a los mártires se convirtió ante la visión del suplicio y también porque vio una luz que emanaba de los condenados, así que confesó su fe y entró a la laguna a reemplazar al que había salido. De esta manera no se alteró el número de los cuarenta.
Al día siguiente, los cuerpos rígidos y aún con señas de vida fueron quemados y sus cenizas arrojadas a un río. Algunos cristianos salvaron los restos de estos mártires y los conservaron como reliquias que se distribuyeron en diferentes centros de culto, expandiéndose así la veneración a “los cuarenta”.
El número cuarenta simboliza un número de espera, de prueba, de purificación, de regreso al Señor, de poner en evidencia si algo es bueno, de preparación. Recordemos los 40 años de éxodo del pueblo de Israel, los 40 días de Jesús en el desierto después de ser bautizado. De manera litúrgica, los 40 días del Adviento que espera el nacimiento de Jesús. O la Cuaresma, que es un tiempo de prueba y conversión y prepara la conmemoración de la Pasión y Resurrección de Jesús.
Asociando los tiempos litúrgicos del Adviento y Cuaresma con el número simbólico de los cuarenta mártires, vemos cómo la perseverancia en la fe se convierte en un camino de unión con Dios. Cuando el número cuarenta de los mártires se vio afectado con la falta de uno, providencialmente la conversión de otro soldado devuelve la plenitud al grupo. No es que fueran a perder la amistad con Dios si eran 39 los que perseveraban en el martirio hasta sus últimas consecuencias, lo que nos muestra este simbolismo es que la fe es un don que se ha de cuidar. Y este cuido es la perseverancia. En el caso de los mártires se trataba también de perseverar en la unidad, ser un cuerpo para Jesús. Una realidad compartida, una fe vivida en comunión.
Recordemos que estos soldados fueron aprehendidos y sacrificados por defender su libertad de creencias. El Adviento y la Cuaresma, como proceso de conversión, nacen también de la experiencia de la libertad. Son un camino hacia la libertad, desde la conciencia de saberse libre.
La fe, como la libertad, son para vivirse en comunidad. La libertad de las personas no son parcelas que colindan unas con otras y no tienen nada que ver entre sí. Al contrario, la libertad es un bien que se vive en común. Mi libertad crece con la tuya y viceversa. Cuando ayudamos a que alguien actúe con libertad, ese hecho nos aumenta la libertad también a nosotros.
La fe tampoco es una experiencia exclusivamente individual. Ni siquiera conoce el estanco de las diversas religiones. La diferencia iguala a las partes. Aunque sentimos la fe en primera persona, como una relación única con aquello Trascendente en lo que creemos, las formas y los contenidos de la fe los hemos heredado y los compartimos con otras personas.
La fe, vivida en profundidad, es liberadora. Y, al ser humana, tiene también sus límites. Por tanto, se puede trabajar, se ha de cultivar, vive procesos dinámicos que ayudan a crecer.