Si contemplamos la línea del horizonte podemos darnos cuenta de que, en realidad, no es una línea que separa infranqueablemente el arriba del abajo. Hay una gradación entre dos aspectos de la realidad que conviven, que limitan incluyéndose uno al otro. Si pensamos en el horizonte marino, este no es rígido, tiene la flexibilidad del oleaje. Partículas de aire y de agua comparten el mismo espacio limítrofe. Hay continuidad, aún en la diferencia de ambos medios.
En otras cualidades de horizonte quizás la porosidad sea más dura, pero igualmente existe. Hay un intercambio de realidades, una coexistencia vecinal que se influye. El desierto, la montaña, el perfil de una ciudad, nos aportan horizontes diferentes con características propias.
La palabra horizonte proviene del griego horos, que se traduce como “límite”. Así pues, lo horizontal también tiene que ver con lo “liminal”, que es la experiencia de situarnos en el límite, en ese punto donde no estamos en un lugar ni en otro. Sería el espacio del poro, del tránsito, de la mutación. Esto nos remite a ser conscientes de que en todo momento nosotros, donde estemos, somos horizonte. Con frecuencia situamos al horizonte (al límite), más allá, lejos, donde la vista se pierde. Sin embargo, ese más allá también está aquí. Somos límite de nuestra propia existencia. Somos límite para los demás seres.
El horizonte, en consecuencia, es un parámetro que establece la mirada o, mejor dicho, quien mira. Nos encontramos, así, con horizontes convencionales, compartidos, hacia donde una comunidad mira. Pero, también, con horizontes personales, que se convierten en referencias íntimas.
Un horizonte que no es horizontal
Cuando nos situamos en dos planos, contraponemos lo horizontal con lo vertical. Sin embargo, la vida es multidimensional y, si rescatamos la etimología de la palabra horizonte, podemos percibir que toda la realidad es horizontal, es decir, está contenida por límites que le permiten interactuar.
Nuestra piel es el horizonte por excelencia, físicamente el más próximo. Nos aporta un contorno y contiene nuestra biología existencial. También nos ofrece una identidad, una imagen propia que nos configura mental y emocionalmente. No es un horizonte o un límite estanco, la piel está conformada por poros que le permiten respirar y establecer comunicación con el “exterior” del cuerpo.
Un cuerpo en movimiento se encuentra continuamente expandiendo y contrayendo su horizonte, lo torna maleable, elástico. Entre el cuerpo, la mente y el espíritu hay una constante correspondencia. Esto quiere decir que el horizonte físico desplaza también al mental y al espiritual: los coloca en suspensión, desequilibrios, traslados de peso, readaptaciones posturales.
Cuando un cuerpo danza se asume horizonte. Adquiere la consciencia de estar habitando en un presente continuo. Sólo hay el aquí y el ahora: la eternidad. El tiempo y el espacio son la experiencia liminal donde la persona se descubre a sí misma, donde realmente es. Se vuelve un límite que se desplaza incidiendo sobre la realidad que le rodea. Como esa ola que es generada desde las entrañas del mar, llega a la superficie y se levanta hacia el cielo penetrando en el aire y con el mismo ímpetu disuelve su forma en el agua. Gracias al límite que le ha proporcionado la “forma ola”, esa ola ha existido fugazmente.
La danza, al igual que la ola, es una manifestación de arte efímero. Esto le da connotación de horizonte en movimiento, de poro en apertura continua, de silencio sonoro.