“Un profeta sólo es menospreciado en su pueblo y en su casa”. Estas palabras de Jesús son reseñadas por el evangelista Mateo cuando es rechazado al enseñar en la sinagoga de su pueblo.
El profeta, recordemos, es la persona que actúa como intermediaria entre Dios y los seres humanos. Muchos son conocidos desde el Antiguo Testamento. Jesús, aquí, se presenta como profeta y vemos que el trato que recibe de desconocimiento y menosprecio es una anticipación del que recibirá de su mismo pueblo en el momento de la Pasión.
¿Por qué será que, en ocasiones, cuando alguien cercano nos quiere ser un signo del Reino lo rechazamos? No damos crédito a lo que nos dice o a las cosas buenas que es capaz de hacer. Parece que lo bueno sólo puede venir de fuera o de alguien con reconocimiento social. Pareciera que las personas cercanas no pudieran representarnos a Dios.
Y, precisamente, Jesús quiere que nos fijemos en los que tenemos más cerca, sobretodo los más desfavorecidos en nuestra sociedad. Jesús, como estos pequeños, es menospreciado porque habla de injusticias, de amor al enemigo, de poner en común los bienes y los dones.
Este menosprecio impide que los corazones se abran y se puedan realizar milagros, es decir, hechos que cambien la dinámica de las relaciones y la mirada sobre la propia realidad.
El Reino de Dios sólo es posible si se materializa. No puede quedarse en abstracción o en palabras que no se encarnan.
Hemos de aprender a leer la realidad, cada hecho, cada persona que se nos acerca, con la cual compartimos casa y alimento o simplemente nos cruzamos un momento durante el día, es profética. Sí, porque nos tiende un puente entre Dios y nosotros.
Hagamos un sencillo ejercicio. Observemos los alimentos que tenemos sobre la mesa al sentarnos a comer. Contemplemos en ellos la cantidad enorme de manos por los cuales han pasado desde su cultivo en la tierra, pasando por su traslado a las ciudades, su comercio, su elaboración… Cada mano es una persona y cada persona una historia de vida. Y dentro de cada vida está Dios.
Estas historias de vida no son neutras. Sufren y gozan y, desgraciadamente, en nuestras sociedades las más menospreciadas y las más invisibles son las personas que hay escondidas en los procesos económicos. Y si vamos más allá, no sólo los seres humanos, sino la naturaleza misma, en toda su extensión, también nos habla de Dios. Es profética, nos indica quiénes estamos siendo y hacia dónde iremos si no cambiamos de dirección en el presente.
Intentemos ver lo profético de la realidad cercana: nuestro cuerpo, las personas con las que convivimos, nuestro entorno rural o urbano, la huella que vamos dejando a nuestro paso. Detengámonos a escuchar a Dios en todo.