El silencio, como muchos aspectos de la realidad, es difícil de conceptualizar desde la razón humana. El silencio es ese ámbito donde la palabra pierde protagonismo. Más que domesticar, como lo hace siempre, la palabra recoge sensaciones surgidas de la experiencia silenciosa.
Y es que, silencio, es escuchar, más que callar. Abrir los sentidos. Ser “no siendo”. Contemplar la realidad para que sea ella, y no yo, quien hable.
En silencio surgen muchas palabras, sí. Pero no son las palabras que yo quiero escuchar o sobre las que yo tengo potestad, sino las palabras que se han de manifestar en ese momento preciso para mostrarme algo de mí que desconozco o que muchas veces no me atrevo a formular por propia iniciativa.
El silencio, a medida que avanza en mí, como si fuera un fluido que me inunda, me va llevando al reposo. Si imaginamos una balsa de agua cuya agua está en reposo, podemos ver su fondo y todo lo que habita en ella en una especie de armonía. En cambio, cuando dicha balsa no está en reposo, cuando el agua se ha enturbiado a causa de una tormenta, no conseguimos ver nada claro; están los mismos elementos de siempre, pero mezclados, agitados, confusos.
El silencio se consigue habitando conscientemente el tiempo. A esa agua turbia, cuando le damos tiempo para que se serene, consigue irse sedimentando: reposando. Las partículas más pesadas se precipitan al fondo, las más livianas viajan por las corrientes internas. Los seres vivos se desplazan, se alimentan, cohabitan con claridad y armonía.
Este efecto se produce en mí cuando le concedo tiempo al silencio en mi cotidianidad. Cada una de las situaciones que experimento adquiere su propio peso específico y cohabita en mi condición existencial, en mi biografía, en mi temperamento, en mis relaciones humanas y en mi cosmovisión.
En silencio, como hemos señalado, no se consigue hablar: se consigue escuchar. Y, de manera más amplia, diríamos que se consigue contemplar. Voy llegando realmente a la región del silencio cuando en mis pensamientos y sentimientos dejo de ser yo mismo el protagonista único. Siempre estoy presente, evidentemente, porque soy consciente del proceso. Pero cuando soy capaz de “ser con la realidad” o de “ser en la realidad”, es cuando consigo contemplarla. Rompo, entonces, el monólogo y puedo escuchar: estar en silencio.
Si me creo que yo “soy la realidad”, entonces no he aprendido a “convivir” con la vida. A dialogar con ella y escucharla. El silencio me lleva a ser en la realidad, no a ser a espaldas de ella.
Cada día un tiempo para el reposo. Si logro escucharme escuchando, es señal que voy aprendiendo el lenguaje del silencio.